No es muy probable que Arnaldo Otegi pase a la Historia como uno de los grandes referentes de la ciencia política. Al fin y al cabo, sus experiencias formativas tienen más que ver con otra cosa que rima con ciencia y a su reencarnación actual como "hombre de paz" le faltan logros y horas de vuelo y le sobran ambigüedades y subjuntivos.
Sin embargo, esta semana nos ha sorprendido con un razonamiento llamado a perdurar, porque se las ha arreglado para expresar una dicotomía sustancial en una fórmula sintética. Con ella seguramente ha conseguido el fin que pretendía, fijar una consigna de uso sencillo para su parroquia —y para quienes se sientan afines a ella —, pero a la vez nos ha proporcionado a los demás una clave útil para leer el momento presente de la política española y encarar mejor su futuro.
Según él, para que España sea roja antes tiene que estar rota. Es decir: permitir que él y los suyos monten su república vasca de pensamiento único —difícilmente cabrán en ella los vascos que no compren toda su mercancía, desde las esencias telúricas y milenarias hasta el homenaje a los nobles gudaris—, los independentistas de Cataluña aquel proyecto que trataron de sacar adelante en 2017 —con leyes secretas y jueces designados por los auténticos patriotas— y los gallegos aquello que les digan que han de acatar quienes Otegi considere allí sus homólogos. Es un programa interesante, que tiene la virtud de estar claro, en cuanto a la mecánica. Que consumado el despiece quede una España más roja que la que había ya es algo más dudoso.
En primer lugar, porque si ha de entenderse que el adjetivo roja es una manera simplificada de decir progresista, cabe como poco cuestionar que esa cualidad se predique de una ideología, como la de Otegi y los paladines de otras secesiones, que insiste en invocar títulos —y en algún caso leyendas— medievales, con negación sistemática de la disidencia y una apuesta contumaz por la preeminencia de un sustrato inmutable e inmanente. Si de lo que se trata es de someter a ese constructo a una parte de la actual población española, poco progreso va a tocar, respecto de un régimen que acoge y ampara el pluralismo político.
En segundo lugar, porque esa estrategia de ruptura, lejos de favorecer en el resto de España a las fuerzas genuinamente progresistas, lo único que hace es suministrar munición a los sectores más reaccionarios de la sociedad española, que ven en la influencia de quienes promueven ese programa excluyente y disgregador la justificación de su impugnación a las leyes que en nuestro ordenamiento dan cobertura a la diversidad ideológica, social y cultural de la ciudadanía y consagran que es a partir de esa realidad compleja como se forma la voluntad general.
Y en tercer lugar, porque el avance de ese proyecto, incluso la simple insinuación de que avanza, supone un torpedo dirigido a la línea de flotación del grueso del progresismo español, que sólo puede hundirse si le facilita espacios a un movimiento que en resumidas cuentas persigue la liquidación de la solidaridad entre los pueblos y los ciudadanos de España. Siempre habrá una izquierda folclórica y pintoresca que pesque en ese caladero, pero la izquierda sustantiva, la que permite aspirar a gobernar el Estado, sólo puede encontrar por ahí el naufragio electoral.
Que nadie se engañe: lo que Otegi pretende, y fomentará quien con él se asocie, es una España más rota que roja, y nada le importa arruinar al progresismo español para conseguirlo.