¿Qué me dices? Bien, ¿no?”, le suelta, casi sonriendo, Bittori a su marido, el Txato, que lleva ya bastantes años muerto. La viuda visita al empresario vasco una vez más en el cementerio de Polloe, y le cuenta que por fin ha recibido información de ETA sobre cómo lo mataron aquella tarde que jarreaba agua y dolor en el cruce frente a su casa.
Esta escena situada hacia el final de la serie televisiva Patria refleja, especialmente en el aliento conciliador de la mujer, que pasó la mitad de su vida hablándole a la tumba de su marido, los esfuerzos de gran parte de la ciudadanía vasca por dar por concluida, y con el mejor de los ánimos, la batalla que ha enfrentado a hermanos y a primos, y familias enteras, en Euskadi durante décadas. Y los esfuerzos, inmensos también, que han de realizar todos para poder perdonar ofensas tan grandes como las que provocó el conflicto vasco.
Entre ellas, la de acribillar a alguien disparándole a la nuca y acribillar, al mismo tiempo, una parte de la vida de todos los que querían a la víctima. Perdonar una tragedia de tal magnitud no resulta fácil. Hay un cuerpo tendido en el asfalto, sangrando por la cabeza, y una viuda, y unos huérfanos, y todo el desconsuelo. Pedir perdón, tampoco resulta sencillo: si uno admite que se equivocó y que el resultado fue de secuestro, de extorsión, de asesinatos, ¿cómo es posible sobrevivir a la suma de semejante peso?
Tanto la serie de Aitor Gabilondo como la novela de Fernando Aramburu, en la que se basa la primera, envían al espectador o al lector a un lugar que existió de verdad: ese en el que los terroristas mataban y las víctimas morían. Ese en el que acababan perdiendo todos, también los que apretaban el gatillo o colocaban bombas debajo de los coches de sus objetivos.
No fue hace tanto. A los jóvenes les parece que eso ocurrió no ya en otro tiempo sino en otro planeta. Ha transcurrido una larga década desde el último asesinato de ETA. Y nueve años desde que la banda anunció el “cese definitivo de la actividad armada”. Pero antes de liquidar la vía de los atentados, en algo más de medio siglo, la organización abertzale había matado a un total de 864 personas; de todos estos asesinatos, el 41 por ciento fueron de civiles. No, puede que no resulte fácil pedir perdón, pero parece aún mucho más complicado perdonar.
Ahora que, además de Esquerra Republicana de Catalunya, la formación EH Bildu también apoya los Presupuestos Generales del Estado, algo inconcebible hace solo unos meses, el vicepresidente del Gobierno, uno de los artífices de semejante alianza, se congratula por ello - “estoy muy satisfecho”- con todo entusiasmo. Pablo Iglesias, pletórico, subraya algo tan improbable como que “ERC y Bildu comprenden mejor la Constitución que el PP y Vox”.
No parece que pueda considerarse un éxito de la democracia que quienes no han condenado la violencia participen en las instituciones como lo va a hacer ahora Bildu, al revés de lo que estima Iglesias. Se trataría, en todo caso, de un éxito que resultaría difícil de digerir por, al menos, buena parte de la población. Si bien la democracia es un sistema que acepta la oposición de quienes no son demócratas, no parece compatible el abrazo de los que buscan la mejor monarquía parlamentaria posible dentro de su entorno democrático y los que ni siquiera condenan la violencia de ETA, y activamente quieren acabar con el Estado.
Pero mientras el Congreso da los pasos necesarios para que tengamos unas nuevas cuentas públicas, lo que verdaderamente debería preocuparnos es hacia dónde nos está llevando el gobierno de coalición en materia territorial: Iglesias pide avanzar junto a ERC y Bildu hacia una España plurinacional, y la formación independentista ya exige un referéndum sobre la anexión de Navarra a una “república vasca confederal”. Aún no conocemos todas las contrapartidas que habrán de obtener los independentistas por su apoyo a los PGE. Esa es, sin duda, la gran tragedia nacional.