El otro día me descojoné con un tuit que emulaba a Errejón observando a dos jóvenes liarse en una discoteca y diciendo “esto es patria”. Es verdad que estamos a dos cafés de llamar patria a mear entre dos árboles en el parque donde crecimos, pero si es cierto que esa mole existe y es algo más que carroña sentimental para gente huérfana de espíritu, seguro tiene mucho que ver con el dinero y con la decencia.
Dinero propio, dinero bien sudado -del que duele- para pagar los impuestos que te corresponden por vivir en un país que aspira a ser digno, un país que te da la oportunidad de que tu destino no esté escrito y sellado desde la cuna. Decencia para no usar nuestros privilegios -el que más y el que menos tiene alguno- para joder a los colegas de la grada.
A menudo “patria” significa “educación”. Educación para no reducir nuestros valores al arquetipo castizo del Lazarillo de Tormes, educación para no seguir premiando la corrupción, el pillaje o la fantasía sádica del anarcocapitalismo -educación para, en medio de ese delirio individualista, no acabar llamando socialistas a los del PP-.
Educación para no tildar de “tonto” al “cívico”. Educación para recordar que es inaceptable hablar de “derechos” sin hablar a la vez de “deberes”. Educación para mantenernos rectos frente al salvajismo, frente a la jactancia, frente al morro seboso y ajeno; educación para ser responsables y asumir que si hay fiesta de la democracia también habrá platos sucios. Educación para distinguir entre “ética” y “moral”. Educación para no reventar de vergüenza.
En poco se diferencian para mí los youtubers andorranos -que se la traman para hacerse ricos hasta la putrefacción en medio de un bosque llamado Andorra- de los políticos de la mafia roba-vacunas, capaces de cambiar a su santa madre por una piedra de hachís si es que el material ha entrado bueno. Ambas especies se muestran sordas ante lo colectivo, precisamente cuando vivimos una enorme crisis puramente colectiva, ¡mundial!, la de los estragos de la Covid-19.
Claro que el sector público puede y debe gestionarse mejor, claro que es imperfecto, pero tampoco nos merecíamos vivir esta semana bochornosa del “sálvese quien pueda”. Es el tiempo fresco y próspero de las ratas con denominación de origen. Serán siempre ratas españolas, esa es su maldición: da igual dónde se empadronen -su descaro nos es patrio-, da igual que esquiven los virus trapiñeándole la vacuna a otro -el cuerpo es el cuerpo: no podrán mutar a otra alimaña-. Tienen la cara que merecen.
Estos torcuatos resabiados -los mismos que se chivaban en el colegio para conseguir el beneplácito del profesor y salvar sus blandas posaderas mientras hundían al resto: esos traidores míticos- se han creído que la vida es una verbena privada, una larga felación de pago, pero el día que se notan un bultito les entran los siete males: se abrazan al oncólogo de la pública y le lloran en la pechera. Qué vulnerables, entonces, cuando entienden que el dinero no puede salvarles de todo. Ni a ellos ni a los suyos. Ni a ellos ni a su clan.
La impunidad que arrastran recuerda a cierto complejo de inmortalidad. Todos estos cloaqueros -estos maduritos núbiles, estos diseñadores profesionales del No Estado- sienten que la vida les debe algo, que el mundo es su barra libre, que ellos merecen asir lo que les caiga en las garras -y el resto que se las apañe, coño-. Son los mismos que se te ponen delante en la cola del supermercado y encima te miran altivos; son los que se encuentran una cartera en el suelo y se la guardan a toda prisa en el bolsillo.
Les gusta entrar al restaurante donde hay más peña -“concurrencia” significa “éxito”; los garitos vacíos parecen malditos-, les gusta decir “qué ambientazo”, les gusta la gente como decoración, la gente en etéreo, en abstracto, en postales, pero si se trata de apoquinar para que tu abuela pueda viajar en autobús, para que no te mueras de hambre si te echan del trabajo o para que un niño sin recursos acceda a la biblioteca pública, meh. Te tuercen el gesto. Ya está el rojerío mendigando.
Les gusta la gente mientras es gratis, mientras no molesta. Les gusta la gente guapa y que nunca enferma. Les gusta la gente hasta que la humanizan y asumen que vivir y morir tiene un precio, y que hacerlo con integridad depende de todos. Entonces los llaman apesebrados.
Qué tremenda soledad la de pirarte a Andorra con los cuatro tolais de tus amigos porque todos han montado allí un hogar basado sólo en el amor al IRPF -y qué desvarío: en Andorra sólo hay 44 bares-. Qué tremenda maldad la de priorizar tu inmunidad en plena pandemia frente a ancianos, sanitarios o personas con patologías previas. A estos últimos los quiero fuera de nuestras instituciones. A los otros, los prefiero sin billete de vuelta a nuestro país. Patria también es echar a las ratas.