El 47% de los electores. Es la gigantesca porción oscura en ese gráfico en el que a cada color le corresponde un partido y a cada partido su porcentaje.
Elecciones catalanas. La menor participación desde hace 40 años. Esa mancha oscura se explica de muchas maneras, algunas de las cuales se excluyen mutuamente. Ya se sabe que las autopsias electorales lo aguantan todo.
Cada partido estará haciendo la suya, probablemente por duplicado. Una con la intención de acertar y, si cabe, corregir. La otra (sobre todo en caso de sonada derrota) con el propósito de protegerse de las puñaladas que llegan desde dentro.
El miedo a contagiarse, la desidia, el desengaño, no saber a quién votar, el conformismo. Todo eso cabe en ese 47% de electores catalanes que el domingo no hicieron frente a su responsabilidad y prefirieron dejarla en manos de otros.
Ese sentimiento adolescente (no importa la edad que se tenga) de que los actos propios no tienen consecuencias. Que lo que vaya a ocurrir, sea bueno o malo, no depende de nosotros. Que dado que no hemos vivido mayores desgracias que las corrientes desde hace casi un siglo, alguien habrá que tarde o temprano ponga todo en su sitio.
Lo cierto es que se nos da una oportunidad cada cuatro años. O, quizás, con suerte, alguna más.
Y, sí, sabemos que nuestro voto no vale lo que pesa y que depende del lugar donde vivamos.
Que votamos una lista cerrada y pocas veces conocemos a los que aspiran a representarnos (o sólo a fingir que lo hacen).
Que es muy probable que los que se presentan no cumplan lo que prometen en campaña y que no hay manera de pedirles cuentas ni mucho menos de que paguen por ello.
O que luego se juntarán con quien quieran, incluso con quienes dijeron que les quitaban el sueño.
Pero es nuestra única oportunidad, por imperfecta que sea. Sobre todo cuando lo que está en juego es algo más que la gestión, mejor o peor, de una autonomía. Cuando a lo que los votantes se enfrentan es a su propio proceso de descomposición.
Y no, no doy por hecho que en ese 47% sólo haya presuntos constitucionalistas. Pero si la falta de entusiasmo les hizo a los que no lo son quedarse en casa, no seré yo quien se lo reproche. Esa desmotivación procesista quizás les esté acercando, a su pesar, a la cordura.
Dos días después de las elecciones, Cataluña vuelve a arder. El fuego, los destrozos y los saqueos vuelven a enseñorearse de sus calles. Habrá quien piense que Cataluña ha vuelto a la normalidad, a la que dibujó el procés y de la que parece no haber salido.
Hay responsables directos de esa Cataluña en llamas, porque alientan esas acciones o alimentan desde sus tribunas el odio que las provoca. Pero eso ya se sabía el día de las elecciones.
Sin embargo, también hubo días en que la sociedad civil llenó las calles de banderas de España y de Cataluña y negó, con sus actos, que esas calles fuesen sólo de quienes las queman. De ese impulso llegaron los votos en 2017. Votos que, aunque no fueron suficientes, tuvieron un valor simbólico que fue un tremendo error desaprovechar.
A estas elecciones el constitucionalismo ha llegado roto, pero no más que el separatismo. La diferencia es que, al margen de sus diferencias cainitas, los separatistas tenían un objetivo común: superar la barrera del 50%.
No ha sido así entre los constitucionalistas. Entretenidos en tácticas partidistas, se han hecho muy poco atractivos para sus propios votantes. Hasta conseguir que, por ejemplo, la mitad de los que votaron a Ciudadanos en 2017, y uno de cada tres del PP, se hayan quedado en casa.
Pero eso no es excusa. Cuando los representantes políticos fallan, cuando no son capaces de distinguir lo que realmente importa, son los ciudadanos los que, a pesar de las limitaciones de un sistema electoral injusto, deben actuar.