Arden nuestras calles bajo la acción violenta de un nuevo movimiento revolucionario, que al principio parecía flor de un día, pero que el transcurso de las jornadas y la llegada del fin de semana revela como un incordio aparatoso y persistente. Tiene como detonante la entrada en prisión del rapero ilerdense Pablo Hasél, condenado por enaltecimiento del terrorismo y con varios antecedentes penales por amenazas, lesiones, allanamiento y otras conductas de cuando menos dudoso contenido cívico.
El movimiento, que parece pujante, y que ya ha provocado varias decenas de heridos y unos cuantos miles de euros por los desperfectos causados a bienes públicos y privados, merece cuando menos un análisis. Y la anatomía del haselismo tiene que comenzar por su cabeza visible, apóstol y mártir a partir del instante de su privación de libertad. Leer sus tuits, escuchar sus dicen que canciones o repasar sus pronunciamientos públicos conduce a la percepción de alguien que no está en pleno uso de sus facultades, notoriamente agresivo y dañino en potencia.
Tipificar su conducta, fuera de las ocasiones en que se ha traducido en violencia sobre las personas o fuerza en las cosas, es decir, cuando se limita a cantar, piar o hablar, no es tarea sencilla, y cabe sospechar que el Estado no ha estado muy fino a la hora de hacerlo, facilitándole su exaltado martirologio.
Digamos, para simplificar, que se le ha tratado como si se penalizara a un conductor borracho: una conducta que sin dejar de guardar algún paralelismo con la forma de conducirse Hasél en sociedad, implica riesgo inminente de daños en las personas y que justifica, por ese motivo, que reciba pena de cárcel. Por muchas razones, cabe dudar de que esta sea la mejor opción.
Tal vez sería más ajustado, y también mucho más útil para la sociedad y menos rentable para él, tratar su contumacia en la bravata y el insulto como se trató en su día a aquel hostelero que se plantó contra la ley antitabaco y dijo que por sus narices en su bar se fumaba.
Bastaron unas cuantas multas, de importe creciente, para que comprendiera lo estúpido y empobrecedor de su actitud. Parece que también le iría mejor a Hasél: las pagaría o no, se incoarían los correspondientes embargos y todo se iría desdibujando en una burocracia sin espectáculo ni glamur.
No se ha hecho así, y ya la tenemos liada. En la vanguardia del haselismo están, cómo no, los sospechosos habituales: los grupos antisistema, antifa, anarquistas, ultras futboleros, CDR, menores cabreados con sus padres o con la sociedad (tanto da) que levantarían adoquines y quemarían contenedores por Pablo Hasél o por Joker: lo que importa es tener un banderín que permita hacerse un selfi ante una ciudad en llamas.
Tras ellos, a su lado o delante, dependiendo del día, hay otros muchos jóvenes que ven en el asunto la válvula de escape para dar salida a las insatisfacciones que legítimamente sienten, ante un sistema que no les ofrece oportunidades de futuro a la altura de sus expectativas. Verdad es que ninguna generación anterior ha dispuesto de algo semejante, pero tal vez harían bien nuestras autoridades dedicando un rato a pensar en cómo se puede desactivar o mitigar esa frustración, tan peligrosa.
Y en la cómoda retaguardia, pero sin que ello aminore su responsabilidad en los estropicios, están todos los dirigentes, opinadores, intelectuales, artistas y demás preceptores de lo que es correcto que los justifican al no distinguir entre el atropello de las libertades al estilo de Mussolini (o de Stalin) y la errónea graduación en la respuesta a un individuo antisocial por parte de una democracia que, con carácter general, está muy lejos de reprimir a nadie por su opinión, por muy extrema que sea.
Nunca hay que subestimar el peso de la retaguardia.