Cuando fallece un rey se repite la frase ritual de “el rey ha muerto, ¡viva el rey!". Lo cual significa que la Corona, la institución, permanece independientemente de la vida del personaje.
Sorprende en personas cabales el absurdo empeño en eliminar el título real de "S. M. el rey padre" toda vez que no hay posibilidad material de hacerlo. En la amplia nómina y experiencia española, los reyes destronados o exiliados (expresión de la inestabilidad política contemporánea española) mantuvieron el título real hasta su muerte.
Tal fue el caso de Carlos IV, fallecido en Roma en 1819 mientras en España reinaba su hijo Fernando VII, o de la reina Isabel II, fallecida en París en 1904 mientras reinaba su nieto, Alfonso XIII.
Alfonso XIII murió con el título de rey de España en Roma en 1941, después de ceder todos sus derechos a don Juan, conde de Barcelona, como jefe de la Casa Real.
Pongan como se pongan influyentes políticos y periodistas, don Juan Carlos, proclamado rey legalmente en 1975, y plebiscitariamente en 1978, será rey hasta que se muera. Otra cosa es que con el acto de abdicación haya transmitido los derechos de la jefatura de la Casa Real a su hijo don Felipe.
Asistimos en estos días al insistente deporte español de hacer astillas del árbol caído. El debate sobre el inminente regreso de don Juan Carlos forma parte de una vieja y cainita tradición española. Sin embargo, es un acto de normalidad que S. M. el rey don Juan Carlos regrese a España después de unos meses de residencia en el extranjero. Tiene todo el derecho de venir, estar, quedarse o volver a viajar cuando quiera, como cualquier español.
En el haber de la sociedad española y de don Juan Carlos está el incorporar dos lecciones de la historia. En la primera lección, el protagonismo correspondió al rey, debidamente asistido por Torcuato Fernández Miranda y un joven político, Adolfo Suárez. Los tres desarrollaron el proyecto reformista de transición a la democracia que no fue posible implementar en 1923 debido al golpe militar de Primo de Rivera.
Tampoco fue posible la democracia en 1931. Las elites republicanas diseñaron un sistema político excluyente y fracasaron al chocar con la realidad de una España polarizada. Por el contrario, en 1975, los dirigentes políticos comprendieron que tenían que ceder parte de sus posiciones si se pretendía alcanzar un común denominador de paz, libertad y democracia para todos los españoles.
La segunda lección que el rey demostró haber aprendido fue la del acto golpista del 23 de febrero de 1981. Cualquier solución posterior ligada a un resultado triunfante del golpe (ya fuese un gobierno de concentración nacional o uno militar) habría supuesto tarde o temprano el final de don Juan Carlos como rey de España (no de su título de rey). Hoy tendríamos la Tercera República y un presidente estilo José Luis Rodríguez Zapatero o peor si cabe. Vade retro.
Es lo que ocurrió en 1931 por el error de Alfonso XIII al aceptar el golpe militar de Primo de Rivera. Lo mismo puede decirse del final de la monarquía en Italia cuando el rey Víctor Manuel aceptó el golpe y la dictadura de Mussolini, o del rey Constantino de Grecia por asumir la dictadura de los coroneles en 1967.
Sin duda, don Juan Carlos cometió errores políticos y personales en el último tramo de su vida. A diferencia de otros políticos recientes de gestión desastrosa, el rey pidió perdón y, poco después, pagó el precio más elevado que puede pagar un rey: abandonar el trono. Abdicar.
Junto a la envidia (uno de los pecados capitales de los españoles, según Fernando Díaz Plaja), los españoles compensamos ese pecado con la generosidad de la redención. No sería justo que hubiera que esperar décadas para demostrar esa generosidad a S. M. don Juan Carlos.
Por ello sugiero recibir al rey, cuando regrese de su estancia en el extranjero, con un: "Señor, sea bienvenido".