Han pasado cuatro días desde que en Málaga se entregaron los Goya y no he conocido a nadie que no haya hablado de ellos. Mejor dicho, me conozco a mí, y yo no quiero quedarme atrás.
A lo largo de los años, la gala se ha manifestado como un festival de variedades que se caracterizaba por su pesada duración. Hasta el punto de que los espectadores, vencidos al fin por el sueño, nos arrastrábamos a la cama como reptiles y caíamos rendidos antes de saber qué película había ganado.
O sea, como en los Oscar, pero con más hartazgo. Porque en los Oscar no protestábamos nunca. Somos así de raritos.
Las primeras ediciones eran insufribles. De 35, pongamos que la mitad. Duraban más de lo que no está escrito y al día siguiente no teníamos suficientes adjetivos para soltar por esa boquita. Nos costó casi dos décadas normalizar el formato de una gala que parecía hecha a propósito para aburrir a las ovejas.
Al cabo de los años, y gracias al talento de un puñado de cómicos (Rosa María Sardà, Dani Rovira, Andreu Buenafuente, etcétera) la cosa mejoró notablemente.
Y hasta hoy. Mejor dicho, hasta el sábado pasado, cuando resucitó Antonio Banderas para demostrarle al mundo que la gala era posible.
Todo hay que decirlo. Lo que parecía imposible y sin embargo fue milagrosamente real es que el propio Banderas se convirtiera en artífice del acto. Apareció de negro riguroso y gratis total (aunque muchos habríamos pagado entrada) y desde el otro lado de las pantallas todos le dedicamos un silencioso aplauso.
En un trance similar, Banderas le habría dado cien vueltas a cualquier actor de Hollywood que osara presentar la performance.
Frente a Banderas, María Casado (¿alguien puede decirme por qué la echaron de TVE?), de sobria elegancia, daba una lección de estilo. Su voz, su piel clara, su cuerpo escueto. En Málaga no se habían visto en otra. Y en Hollywood no digamos.
Banderas se ha reencontrado con el buen gusto. Yo me despisté mirando a Banderas. Lo miré tanto que se me olvidó escucharlo.
Fue una gala encapsulada. O, mejor, como comprimida en un archivo ZIP. No había ningún exceso, y hasta los actores que colaboraban desde el escenario parecían esfinges.
En los hogares de los nominados, entusiasmo a gogó y besos sin mascarilla. Fernando Trueba hizo mutis, tal vez como homenaje al olvido que no será. Ángela Molina recitó en prosa su agradecimiento.
Noche magnífica.