Hoy hablaré de cine. Es una osadía por mi parte, pero necesito darme el pego. Si para algo me ha servido la pandemia ha sido para ver el cine que me perdí cuando se impusieron las películas para mayores con reparos.
Yo seguía condenada a ver La dama y el vagabundo. Había descubierto ya a Marlon Brando, que se convertiría, con el tiempo, en el gordo más apetecible de las pantallas. El resto de actores apenas me interesaban.
No sé qué opinarán nuestros directores patrios, pero lo que nos ha vendido Hollywood, a partir de los 70, son los actores peor operados del cine.
Decía pues que la pandemia me ha facilitado atracones continuos de películas (gana por goleada Las uvas de la ira, la inmortal novela de John Steinbeck). El cine no me ha hecho más sabia, pero me ha reafirmado en la convicción de que la vida imita al cine. Es un axioma universal.
Al cine no sólo le debo ilusiones, sino anécdotas, ejemplos de vida, de películas que he visto y películas que no he visto, de documentales sobre la I Guerra Mundial y sobre la segunda. de las viejas películas de arte y ensayo y de las jóvenes películas de Jonás Trueba.
Hablando de los Trueba (parece que me refiero a un regimiento familiar, pero no son tantos), busqué en las plataformas de Netflix y Movistar El olvido que seremos, la película que ganó el Goya en el apartado del cine iberoamericano, basada en el libro del mismo título, escrito por el colombiano Héctor Abad Faciolince, con prosa deliciosa y vibrante.
Literatura que nos devuelve al boom latinoamericano de los 70-80, cuando Gabriel García Márquez conquistó el Nobel y con él, el mundo.
Busqué, pues, el El olvido que seremos, dirigida por Fernando Trueba y bendecida con la estatuilla de los Goya. Pero no se ha estrenado todavía. Lástima. De pronto, mientras leía los títulos expuestos en las plataformas, tropecé con La Virgen de agosto, presentada como una película intimista sobre el Madrid veraniego.
No me hizo mucha gracia lo del intimismo. En tiempos abusé de la palabra y ahora siento que se me repite como los pimientos. La película es una monada (la palabra monada también se me repite). Lo que más me gustó fue el guion. Y el calor.
Recuerdo que aquella noche hacía frío de invierno, pero gracias a Jonás yo terminé de ver la película con los muslos pegados al sofá. Ahora, mientras espero el estreno de El olvido que seremos, no descarto encontrar una nueva película del joven Trueba. Si es intimista, prometo no reprochárselo.