Me he venido con cuatro libros a mi torreón prestado de Torrequebrada, con vistas al mar. El domingo ha amanecido gris y silencioso. Ha cambiado la hora. Cruzan gaviotas y cormoranes. Tengo conexión, pero no me voy a conectar, salvo para despachar compromisos como el de esta columna. Por fortuna, tengo pocos.
El propósito es sólo en parte penitencial. En realidad, es lúdico. Se aspira al placer que advendrá cuando el tiempo se haya asentado. Ahora está revuelto, por la agitación perpetua de la actualidad (y además una tan deprimentísima como la española), con sus extensiones tuiteras. El martilleo incesante de las distracciones, condenadamente insatisfactorio.
Pienso, claro, en La emboscadura de Ernst Jünger, que nació un 29 de marzo (de 1895). Es un libro de 1951 (en España lo editó Tusquets en 1988), y en él se dice ya esto: “La simple necesidad que la gente siente de absorber varias veces al día noticias es ya un signo de angustia; la imaginación gira y gira y de esa manera va creciendo y paralizándose. A lo que se asemejan todas esas antenas que hay en las ciudades gigantescas es al cabello erizado”.
Yo voy a aprovechar esta Semana Santa para emboscarme (más que santa, va a ser bendita). Los cuatro libros que me he traído son:
El Libro del desasosiego de Fernando Pessoa, en la edición de Pre-Textos, que es ya la mejor. No sólo porque es la más compacta y bonita, sino porque la ordenación cronológica de Jerónimo Pizarro convierte el Libro en lo que siempre fue: un diario. Un diario del fantasmal Bernardo Soares.
Cuatro cuartetos, el gran poema de T.S. Eliot, en la edición de José Emilio Pacheco (Alianza). La traducción de Pacheco (este la llama “aproximación”) es buenísima, y además va espléndidamente anotada y con una “Cronología” que es una biografía muy personal que el poeta mexicano escribe del estadounidense. “Y cada intento es un nuevo principio / Y un tipo diferente de fracaso”.
Tomás Nevinson, la nueva novela de Javier Marías (Alfaguara). Es decir, la nueva novela de nuestro mejor novelista.
Llevo sólo cincuenta páginas y ya estoy dentro, naturalmente. Y me he llevado una sorpresa. Sale el jardincito madrileño que es uno de mis lugares, como salía en el Madrid de Andrés Trapiello. Lo mejor es que Marías lo irrealiza, porque su escena sucede en 1994, cuando estaba cerrado: “No debía de ser el del Príncipe de Anglona, porque se abrió al público unos años más tarde, pero es como si fuera éste, en mi ya titubeante recuerdo”.
Y Mexicana de Manuel Arroyo-Stephens (Acantilado), el libro que el autor quería ver y no pudo, porque se murió el verano pasado en su casa de campo de El Escorial.
Este precioso volumen (“homenaje personalísimo, ameno y original a México”, dice la solapa) tiene así algo inquietante, entre milagroso y trágico. Lo tengo en la mesa, pero es inaccesible a quien lo escribió. En medio está la frontera entre la vida y la muerte, y lo que cae de este lado es justamente milagroso.
Leeré, pasearé, escribiré, miraré el mar. Me desintoxicaré. Habrá que volver al mundo, pero bien puedo escaparme una semana. Desenredarme: soltarme.