Yo lo llamo el síndrome MasterChef, aunque bien podría llamarse síndrome de la buenísima persona. Y la incidencia es más elevada que la de la Covid, no es por alarmar. Lo bueno es que no mata, sólo agilipolla.
Lo llamo síndrome MasterChef (no soy muy buena titulando) por la misma razón por la que dejé de ver el talent show en su segunda edición. Porque en él no gana el mejor, sino el que inspira más lástima.
Ya puedes poner a un virtuoso del fumet, al más hábil esferificando… yo qué sé… acelgas con camarones, que como haya un chaval con carica de pena, en paro, al que se murió el padre recientemente, que era el que le inculcó el amor a la cocina, aunque jamás fue capaz de batir un huevo sin restos de cáscara, y que llora cada vez que lo recuerda, no hay nada que hacer. Ahí tienes al flamante e indiscutible ganador.
Y como al del jurado, al guapo o a la otra, se le ocurra decirle que esa bechamel es un engrudo sólo comparable con el contenido de una hormigonera, que mejor se dedique a otra cosa, la has liado.
¿Quién son ellos para juzgar su habilidad ante los fogones en lugar de empatizar con las emociones provocadas por los avatares de su triste vida? ¿A qué estamos, a setas o a Rolex?
El síntoma más característico de que sufrimos este síndrome es que lo primero que nos salta a la cara del otro, como un gato enfadado, es su cualidad de víctima. Nos dan igual sus logros o su talento, su esfuerzo o la ausencia de él. Nos dan igual los hechos, las razones, los datos, las estadísticas, las pruebas. Nos da igual todo excepto lo bien que nos hace sentir sabernos buenas personas, estar en el lado que toca, moralmente irreprochables.
Lo malo de todo esto, de esta elevación de la víctima a la categoría de héroe, independientemente de que lo sea (aquí lo importante es que lo parezca muy fuertecito), es la inacción.
Nos sentimos bien sintiéndonos mal por el otro y ahí empieza, pero también acaba, nuestra implicación. Lo escribimos en Twitter o Facebook, activistas constantes de la causa justa del momento, y a otra cosa. Hoy Nevenka Fernández, mañana Rociito, ayer George Floyd, pasado ya veremos.
Mando un SMS y que gane el huérfano desempleado de larga duración.
Cada siento tu dolor lanzado al viento, cuando no viene acompañado de una acción ni de cuestionamiento alguno, de análisis u observación, cuando responde sólo al estímulo inmediato de la emoción, es un muy condescendiente soy de los buenos.
¿Se puede ser de los buenos sin pararse primero a ver quiénes son los buenos, más allá de sentimentalismos e intuiciones, sin sublimar los yo creo al estado de yo sé por arte de birlibirloque y del efecto de unas buenas lágrimas vertidas en el momento justo, libre de prejuicios a la hora de evaluar los hechos?
Se preguntaba el científico y escritor Robert Sapolski si un estado empático produce realmente un acto compasivo o se trata de un fin en sí mismo. Cuando la respuesta es la segunda opción, no lo dude: no es un zombi, es un infectado.