El 15-M, como obra de arte efímero, Sergio del Molino dixit, al calor de una brutal crisis económica y de un notable descontento social, tuvo su aquel.
Yo, que soy un poco folclórica, me quedé en sus primeros días ensimismada con aquellas mareas de varios colores, con las pancartas de rima consonante y las señoras llevando tortilla a los jóvenes acampados.
Ser (o estar) indignado molaba. Empezaba a ponerse de moda la palabra transversalidad. Los rockstar del altavoz tenían su minuto de gloria arremetiendo contra los poderosos (así en general) o contra la monarquía. Denunciando que parece democracia y no lo es, exigiendo clases de zumba gratis o gritando que PSOE y PP la misma mierda es.
Aquel botellón brutalista, reivindicativo y dinamitero, en medio de la ciudad tenía cierta gracia. Como unas fallas en un verano de Alabama.
Recuerdo perfectamente el momento en que supe que aquello no me representaba. Fue al poco de que empezaran a organizarse los acampados en Sol. Pese a la transversalidad, la horizontalidad y la ausencia de líderes de la que alardeaban, alguien había tomado la decisión de no permitir el acceso a la prensa, aun tratándose de un espacio público.
La razón era, claro, que iban a manipular aquello que ocurría en los círculos. Así que ellos, fuesen quienes fuesen ellos, se encargarían de facilitar a los periodistas una nota de prensa diaria con lo más relevante. Que una de las primeras medidas que se tomasen fuese dificultar el trabajo a la prensa, tratar de controlar el relato (ay, el relato) y evitar que se informase libremente me pareció bastante sintomático.
Me llamaron tiquismiquis y ceniza por decir que lo de la prensa estaba regulinchi para querer una democracia mucho más demócrata que la que teníamos. En realidad ya nos estaban dando una pista de lo que vendría después, pero seguíamos absortos con la filfa efectista.
El primer fracaso del 15-M fue el propio 15-M, con unas elecciones ganadas de calle por un PP al que habían utilizado como uno de sus chivos identificatorios, el mal mismo en la tierra, corrupción mediante.
Otra cosa son los que supieron instrumentalizar toda aquella energía, todo aquel malestar, en su propio beneficio. Los que capitalizaron aquellos días e hicieron del activismo tardoadolescente profesión. Esos son los triunfadores de esos días.
Para ellos el 15-M es historia de España, romantizada e idealizada, pase vip a residencias con jardín, mando en plaza (llámalo alcaldía, escaño parlamentario o cartera ministerial) y sueldos mareantes.
¿Cómo no van a recordarlo con nostalgia e intentar que se fije en la memoria de todos como un hito histórico? Si aquella tramoya adanista e histriónica, aquel folie à plusieurs asambleario, se desvanece, pasando de revolución del pueblo a batucada con ínfulas… ¿Qué sería de su rencoroso remanente formalizado?