Si nos ceñimos a criterios estrictamente políticos, la justificación de la existencia de Israel es la de su propia persistencia. Como cualquier Estado. Y es que, al final, no hay más criterio que el de la duración. E Israel dura, continúa adelante, a pesar del empeño de los países del entorno en hacerlo desaparecer.
Porque, que alguien nos explique, ¿por qué no Israel? ¿Qué más tiene que hacer un Estado para justificar su existencia sino la de perseverar en su ser? Un ser que está permanentemente siendo cuestionado por un entorno hostil desde su fundación. La virtud política, para Maquiavelo, no es la justicia, ni la rectitud, ni por supuesto la lealtad (ya Sun Tzu defiende el engaño, si este conduce a la evitación de una guerra), sino la prudencia.
Y la prudencia se define por aquellas acciones que van dirigidas al mantenimiento, y si es posible su aumento o prosperidad, del Estado. En este sentido, lejos de lo que se suele decir, a Israel no le interesa en absoluto la guerra. No le puede interesar, dada su circunstancia geopolítica. Buscará siempre evitarla porque, como se ha dicho alguna vez, “la primera guerra que pierda Israel será la última”. Si no la gana, ya no habrá para Israel más guerras que librar.
Por tanto, toda la acción política de Israel, incluyendo por supuesto su rearme (si vis pacem para bellum), va dirigida (sólo puede estar dirigida) a la evitación de la guerra. De nuevo siguiendo a Sun Tzu, la mejor de las estrategias bélicas, la regla de oro (“la excelencia suprema”) de la guerra, y así lo será especialmente para Israel, es la de no tener que librarla. Será objetivo de cualquier dirigente israelí prolongar en todo lo posible los medios políticos (diplomacia, espionaje, etcétera) antes de llegar al conflicto armado. A Israel le va la vida en mantener esta regla de oro. No le interesa, ni le puede interesar, el conflicto bélico.
Es llamativo, sin embargo, el hecho de que buena parte de la opinión pública de los países occidentales (por ejemplo la española) se empeñe en ver a los mandatarios israelíes como una especie de genios malignos de la guerra, sedientos de sangre, deseosos de la aniquilación de la población palestina, (“asesino genocida” llamaba Roger Garaudy a Ariel Sharon, por poner un ejemplo, en una entrevista publicada el 12 de septiembre de 2001).
Como el axioma fundamental desde el que se mira el conflicto palestino-israelí es el de la ocupación ilegítima por parte de Israel, ello significa automáticamente que este sólo se podrá solventar cuando la sociedad israelí se convenza, de una vez, de que su único destino legítimo es… el de desaparecer. ¿Cómo es posible que los dirigentes israelíes no entiendan que están abocados a la extinción, dada su ilegitimidad de origen?
Este es el enfoque general. Israel es un error, un Estado que nunca debió de haber sido. Este es el criterio más común, convertido, eo ipso, en un propalestinismo generalizado, casi inercial, en los medios de comunicación occidentales. Particularmente entre los autoconsiderados de izquierdas.
De este modo, la única política adecuada que los dirigentes israelíes debieran de sacar adelante es la del suicidio como sociedad política. No hay más. Cualquier otra consideración, según esta opinión inercial, insisto, está fuera del buen orden geopolítico. Este sólo puede restaurarse si Israel, el régimen sionista (como le llaman sus hostiles vecinos), desaparece del mapa.
La única acción virtuosa que, según dicha opinión pública, cabe esperar de Israel es aquella que le conduzca a la nada. A la inexistencia de la que nunca debió haber salido. Cualquier otra opción es prolongar el desorden.