Recuerdo habérselo oído decir a Alfredo Pérez Rubalcaba durante una presentación en Getafe: el Estado es lo único que tienen los que no tienen nada, lo único que ampara a quienes por sí no pueden ampararse. A Elon Musk o al jefe actual de la N’drangheta, a cualquier opulento de lícita o ilícita procedencia, por simplificar, no les hace falta el Estado: ya se apañan muy bien solitos. Puede que quienes tienen negocios legales celebren disponer de unas leyes y unos jueces que hagan cumplirlas para preservar sus propiedades de forma menos onerosa, pero si no lo hicieran les bastaría con invertir un poco más en seguridad.
Para que el artilugio funcione, y mantenga eficazmente su labor protectora de los más vulnerables, es imprescindible que quienes están llamados a gestionarlo por turno o de consuno, los partidos políticos en un régimen democrático, demuestren un mínimo sentido de Estado. Esto es: una voluntad de preservarlo en lo que puede y debe sustraerse a la contienda ideológica, so pena de debilitarlo y exponerlo a sus enemigos. O, dicho de otro modo, de exponer a ellos a quienes quedan así indefensos.
Lo que vivimos últimamente no nos invita a ser demasiado optimistas. Podemos comenzar por el órdago que en forma de nadadores desesperados le lanzaron a España las autoridades de Marruecos, con un muy cuestionable sentido de la represalia diplomática. Es verdad que se trata de un método low cost, pero los riesgos que implica para la integridad de las personas hacen que resulte desaconsejable para cualquier país que no se haya apeado de su propia dignidad. Ante un desafío tal, esperaría uno que hubiera un cierre de filas en torno al Gobierno, en defensa no sólo de las fronteras, sino de los nadadores y los ceutíes.
No fue así, en absoluto. El primer partido de la oposición culpó al Gobierno (con razón o sin ella, no era el día). En el Parlamento hubo diputados denigrando a nuestros militares por jugársela para salvar y contener a los fugitivos sin hacer alarde de fuerza, con una delicadeza que propició fotos que han dado la vuelta al mundo y que dejan en evidencia a los instigadores de la oleada, hasta el punto de inducirlos a detenerla. Y qué decir del resentido de Waterloo, aprovechando la oportunidad de vomitar su odio al país que lo puso en su sitio, la nada donde sobrevive a duras penas. No tendría importancia si no estuviera moviendo los hilos que van a gobernar a varios millones de españoles.
Esa es la segunda mala noticia para el Estado. Ya tenemos otra vez al frente de la Generalitat, que lo representa y encarna en Cataluña, a los enemigos de la mitad de los catalanes y del resto de los españoles. Unos dizque gestores que sólo aspiran a gestionar la confrontación que conduzca al desgarro y destruya el Estado que les estorba para mejor ejercer su poder omnímodo sobre los vulnerables del lugar: los no independentistas. Y lograr de paso que la maquinaria común funcione a medio gas, gripada por quienes no tienen más misión en la vida que sabotearla.
La tercera noticia que demuestra lo ayunos que estamos de ese sentido del Estado que tan desesperadamente necesitamos, sobre todo en beneficio de los más frágiles de entre nosotros, es lo sucedido con el plan España 2050. El texto, inspirado por este mismo sentido al que venimos aludiendo, lo que podría ser una buena noticia, se desfonda y se deshilacha, una vez más, en la reyerta partidista de quienes parecen tener más afán de socavar el edificio de todos que de apuntalarlo y hacerlo más sólido.
Es posible que no haya estado el Gobierno fino a la hora de comunicarlo, a través de una puesta en escena que parecía más dirigida a remontar las horas bajas en que se ha precipitado tras debacle madrileña. Pero la mofa y el encarnizamiento devalúan y banalizan tristemente un ejercicio pertinente. Y así seguimos.