El Informe España 2050 es un trabajo serio, elaborado por académicos de gran mérito. La labor de Diego Rubio, director de la Oficina Nacional de Prospectiva, y de su equipo merece respeto. Basta ojear el informe para sentir el peso de las horas invertidas y para reconocerlo como un trabajo académico comprometido. Sin embargo, esta impresión está lejos de ser unánime.
Desde que el Informe se hizo público se han sucedido las reacciones de escepticismo e incluso mofa. Para desgracia de sus autores, la primera (e indeseada) consecuencia del Informe ha sido testar la credibilidad del Gobierno. Sí, la reticencia a tomarse en serio el Informe puede ser síntoma del sectarismo habitual, pero sería torpe negar que la reacción también revela que la paciencia con la Moncloa está en fase agonizante.
David Jiménez Torres se hacía la pregunta exacta: “¿Qué sentido tiene que un proyecto pretendidamente neutral sea presentado por el consultor que diseña las campañas electorales del PSOE?”. Si el Informe aspiraba a ser recibido como un diagnóstico objetivo y libre de ataduras partidistas habría convenido alejarlo de Iván Redondo: también una vacuna desarrollada por el mejor equipo científico generaría suspicacia si la presentara un curandero. Ese es el ángulo ciego del Informe. Su limitada autoconciencia, su ceguera ante la falta de fiabilidad de la institución que lo ampara.
Porque un Gobierno que ha aprobado una ley educativa con un voto de margen no puede ser ejemplo del consenso. Un Gobierno al que el Tribunal Constitucional ha censurado por su abuso del decreto ley no es adalid del diálogo. El Gobierno con más directores generales no funcionarios y con nombramientos tan parciales como José Félix Tezanos no puede erigirse en defensor de lo público y la tecnocracia. Y un presidente que defendió una tesis que no había escrito no puede ser el rostro visible del rigor académico. El problema no es que el Informe no refleje el futuro de España, sino que nace al margen de su presente y su pasado más próximo.
Me ha sorprendido comprobar que el documento no menciona la palabra nacionalismo. ¿Acaso no es una amenaza para España? Las palabras de Pere Aragonès (“culminaré la independencia”) no son ambiguas. El nacionalismo es un enemigo real que allá donde gobierna cercena derechos constitucionales y opera para independizar cultural, simbólica y administrativamente ese territorio. O lo que es lo mismo: trabaja para extranjerizar lo español y a los españoles, erosionando la cohesión ciudadana, la soberanía nacional y eliminando cualquier posibilidad de utopía compartida. El nacionalismo es la antinomia del consenso.
Pero el Partido Socialista gobierna con el PNV en el País Vasco, con Geroa Bai en Navarra, con Compromís en Valencia, con Més en Baleares y, si pudiera, gobernaría con ERC en Cataluña y con el BNG en Galicia. Y ya conocen a los socios de investidura de Pedro Sánchez. Todo compromiso con la España del futuro que aspire a ser creíble pasa por enfrentarse desde hoy, mayo de 2021, al nacionalismo. Por eso, y por superar los malos hábitos del sanchismo. Como sociedad hemos de elegir entre prospectiva o sanchismo. Juntas son imposibles.