Uno de los grandes síntomas de que esta sociedad espídica, enferma, hipercapitalista y utilitarista se nos ha ido de las manos es que nos hemos insonorizado tanto del dolor ajeno que nos cuesta reconocer cuándo alguien necesita un abrazo. Llevamos siglos sin lanzar al vecino, al estanquero o al compañero de curro una pregunta tan sencilla y suficiente como la de “¿cómo estás?”. Quizás porque nos aterraría saber la respuesta. O porque exigiría de nosotros, de repente, algo tan valioso como nuestro tiempo y nuestra capacidad de escucha activa, algo como nuestra conmoción, algo como nuestra compasión, algo seboso y molesto y demasiado ¿íntimo? como nuestro afecto de vulgarcísimos seres humanos. Y no tenemos ni un puto minuto. Somos tan pobres. Somos tan perros.
Que no, que no. Que aquí cada uno barre su parcela. Que fatiguitas nos cuesta sobrevivir. Que siempre estamos persiguiendo algo, que siempre estamos llegando tarde a algo. Que siempre estamos obedeciendo a alguien. Que somos hámsters exhaustos en la rueda. Que hemos sofisticado tanto nuestro ombliguismo que conseguimos almorzar a dos carrillos en una terraza y no sentir nada viendo a un muerto de hambre -literalmente a un muerto de hambre- pescar miguitas de pan del suelo con las yemas negras de suciedad y miedo. Somos tan ricos. Somos tan sordos. Somos tan cerdos.
Dentro de este estupor, de esta tristeza carnal que nos despega, que nos robotiza, que nos deshabita, nos hemos topado esta semana con una imagen más poderosa y rauda que un carro en llamas: la de Luna, voluntaria de Cruz Roja, abrazando con ternura a un hombre tan roto, tan desconsolado y tan desposeído que por no tener, aún no tiene ni nombre.
Él es sólo un inmigrante de Ceuta que viene tronchado de cruzar un mar y aún va a llorar varios océanos porque la vida digna le expulsa como a un órgano mal trasplantado. Él no tiene nombre y así nos interesa que sea, claro, porque lo que no se nombra no existe. Nuestro Estado del Bienestar le mira con desdén, como al ratón que aprovecha el sótano para colarse en el cartón donde guardábamos el colosal árbol de navidad con el que alguna vez celebramos que podíamos sentarnos a una mesa y besar en la cara a los nuestros.
Esta imagen hoy nos tumba. Hoy nos avergüenza. Hoy nos desacata. Hoy nos clava la lanza en la costilla de falsos cristianos con su espejo terrible. Mañana no cambiará nada, igual que nada cambió la foto de Aylan, diminuto y rendido en la orilla. Pero aún le queda ímpetu a los patriotas de pega como Cristina Seguí para demostrarnos que siempre se puede caer más bajo: resulta que donde todos vemos un abrazo, un necesario abrazo, un abrazo fundamental y humano como el comer, ella distingue la “decadencia moral buenista” de los pocos que aún nos dignifican, como Luna, y una actitud acosadora por parte del chico inmigrante, que, a sus ojos, “aprovecha” el encuentro para disfrutar de “la turgencia de sus senos”. Delirante.
Y encima el tuit se le hace viral a esta señora hiperventilada, que se sonreirá, ufana, con cada like, cuando debería estar pillando pista para la López Ibor o reencontrándose con los apuntes de Freud: en cada diapositiva de una mariposa, ella verá un soberano coño. En cada chimenea, un falo. Intuyo que Seguí no pasará por el ginecólogo ni a saludar, no sea que el médico se ponga las botas cuando se acerque a su camilla con el espéculo en la mano. ¿Un fonendoscopio? Quita, quita, que resulta que el pecho coincide en el estadio del corazón. Que no se sobrepase el notas éste queriendo salvarme la vida.
Si su comentario no fuera tan sonrojante y tan tremendamente racista, sería gracioso, porque estas figuras de la ultraderecha patria acusan a menudo a las feministas radicales -entre las que me incluyo- de ser unas “mojigatas”. De ver acoso en todas partes. De ver violaciones en cada esquina. De luchar contra la hipersexualización que comercia con el cuerpo de las mujeres.
Pero en un loco giro de guion, la buena de Cristina lo ha hecho todo a la vez: ha hipersexualizado una imagen arrebatadoramente hermosa, vulnerable y desgarradora y la ha convertido en una película porno barata y abyecta, y bien saben los chicos del arte -y mi viejo amigo Oscar Wilde- que a menudo lo que llamamos inmoral sólo nos devuelve con su mirada nuestra propia inmoralidad, como los cuadros de Balthus. Seguí verá en las obras del pintor el prisma de un pedófilo repugnante donde yo veo a un hombre que parece que estaba mirándome cuando dejé de ser niña pero aún no era mujer.
Le asustan, a Seguí, los abrazos: qué mona, qué puritanita. Tengo la mala noticia de que las mujeres no pretendemos quitarnos los pechos para seguir dándolos y recibiéndolos cuando nos venga en gana o cuando la ocasión los alumbre. Mientras, por favor, que alguien le dé alguno a ella. Los ultraderechistas los necesitan más.