Estoy buscando una carpeta plastificada para guardar mi flamante certificado de vacunación, que cualquier día me lo pedirán y no sabré dónde lo he metido.
De pronto, encuentro la carpeta con un escrito que comienza así: “Ahora que he aprendido a olvidar, me acuerdo del día que llegó la pandemia”. Es la primera columna que escribí cuando aterricé en EL ESPAÑOL, meses después de que me despidieran de El Mundo.
Yo era entonces un año más joven que ahora (o menos vieja, para entendernos) y las causas perdidas me producían indiferencia. Llegué a la conclusión de que la patada en el culo con la que había salido de El Mundo disparada a propulsión no tardaría en cambiar de sentido y volverse contra aquellos que me la habían propinado.
Cuando llegué al mundo real (ajeno al de papel) fui adquiriendo poco a poco propiedades insólitas. Lo que más llamaba la atención era mi aspecto de batracio, jabonoso y escurridizo. En mi nueva vida, todo me resbalaba.
La pandemia ya se había instalado y una cadena de calamidades amenazaba a la humanidad. No todas las desgracias son iguales, pero unas nos inquietan más que otras. Esta semana, por ejemplo, hemos vivido presas de una serie de pesadillas recurrentes. Los feminicidios están a la orden del día. Un individuo mata a su mujer y a continuación se tira de un séptimo piso. Podría cambiar el orden de los factores, pero no. Lo primero siempre es matar a la mujer.
Luego está el destino que aguarda a las criaturas a las que el asesino pilla cerca. No quiero ni pensarlo.
Una sacudida de estremecimiento me recorre el cuerpo cuando pienso en Olivia y Anna, las niñas secuestradas por su padre en Tenerife. Sucedió hace un mes y nada se ha sabido de ellas. Los vídeos que ofrecen los telenoticias sobrecogen por su ternura. Anna y Olivia se amparan mutuamente, se arropan, se miman.
No creo que haya una sola persona insensible a esas imágenes. Necesitamos devolver las niñas a su madre. Los ángeles no saben vivir solos.