Condicionados, reversibles y parciales. Quizás inodoros, incoloros e insípidos. Así dice el Gobierno y todos sus voceros que serán los indultos a los presos (a ratos) golpistas (siempre).
Lo que no puede afirmar es que serán indoloros. Porque no lo serán.
Apelan Sánchez y su corifeo político y mediático a conceptos como la justicia, la equidad y sobre todo a la “utilidad pública”. Respecto a esta, dicen que el indulto es positivo para el interés general “porque puede ayudar a resolver el conflicto en Cataluña”.
Y de ahí las comparaciones con lo que llaman la incomprensión a la que se enfrentó Zapatero en sus negociaciones con la ETA y, sobre todo, con la figura de Tony Blair y su pacificación de Irlanda del Norte.
Sobre la primera, no diré que no. En ambos casos, la resolución del conflicto supone abandonar a su suerte a una de las partes, dejándola en manos de la que incumple reiteradamente la ley y hace uso de la violencia, bien sea física o institucional, para imponer su posición.
Para mí esa es una de las claves de la indignidad de este indulto, cuya utilidad (tal como señala el Tribunal Supremo) ciertamente existe, pero que se refiere únicamente a la permanencia de Pedro Sánchez en la Moncloa y a la persistencia de una situación de corrupción institucionalizada en Cataluña.
En una negociación para resolver un conflicto, las dos partes deben hacer concesiones. Si no, más que negociación es trágala. Este es el caso.
Pero, además, en la cuestión catalana, como en la vasca, uno de los problemas radica en la definición de esas partes. Por un lado están los que quieren la independencia y por otra los que no. La cuestión es que quien habla en nombre de quienes ni son ni se sienten separatistas es el Gobierno central, que no siempre está dispuesto a defender sus intereses.
Que ello suponga dejarles desamparados ante una perenne conculcación de sus derechos fundamentales; que les convierta en ciudadanos de segunda o extranjeros en su tierra; que deban vivir sojuzgados bajo lo que de facto no es más que una dictadura encubierta; que además deban pagar sin rechistar las cadenas que les atan, todo eso carece de importancia para quien se sienta en una mesa de negociación teóricamente en su nombre.
“Un conflicto que debe ser superado”. “Mirar hacia el futuro”. No es Pedro Sánchez (como antes no lo fueron Mariano Rajoy, José Luis Rodríguez Zapatero o José María Aznar) quien cuando se estampan las firmas, se da el apretón de manos y se apagan las luces debe seguir haciendo su vida en esos territorios en los que nacionalistas y separatistas mandan.
Para ellos (para nosotros) sólo queda la claudicación, el conformismo y la supervivencia de quien sabe que su vida y su bienestar económico e incluso mental dependen de que calle y no se signifique. Que deben decirles a sus hijos que cuando vayan a la escuela hagan lo mismo. Que no importa lo que oigan en casa ni que, según su propio criterio, lo que vean les parezca injusto o lo que les enseñan, falso. Y que si su lengua materna está proscrita, aunque sea la del Estado (de todo el Estado), su nota depende de que no la utilicen ni en el recreo.
Que confundirse con un paisaje cada vez más opresivo es una forma de supervivencia y que hay trozos de España en los que la libertad es un lujo sólo al alcance de quienes comulgan con el tribalismo segregador y xenófobo al que llaman nacionalismo.
Dice Pedro Sánchez que “la venganza y la revancha no forman parte de los valores constitucionales”. Cierto. Y porque eso es así, y porque las víctimas del terrorismo etarra y quienes llevan décadas sojuzgadas por el nacionalismo así lo creen, en España no hay ningún territorio que se parezca a Irlanda del Norte. Sólo por eso.