Morirte no es la mejor noticia. Todo el mundo fallece, cierto, y eso seguirá ocurriendo hasta que genios de la Singularity University como Aubrey de Grey den con el elixir de la inmortalidad; si bien eso, que sea común a todos los humanos, no lo mejora demasiado. Pero lo peor de morirte es cuando lo haces con deudas vitales pendientes, contigo mismo o con los demás.
No he estado en esa situación, la de tener claridad sobre la inminencia de tu desaparición definitiva. Pero, como todos los que hemos nacido en la década de los 60 o antes, tristemente ya tengo demasiados ejemplos cercanos sobre qué significa que alguien a quien quieres o admiras, con frecuencia ambas cosas, sí adquiera esa condición.
Tengo la impresión de que debe de ser como un desplome. Un derrumbe brutal. En todos los sentidos. De repente, te encuentras ante un muro de hormigón de tres metros de alto que tapona el camino por el que ibas, y una señal de salida, en negro con letras blancas, que señala hacia la derecha. Ahora es por ahí, exige la señalización. Hay que continuar por esa senda corta y encrespada. Y no es un debate. No alberga discusión alguna, no hay otra avenida ni carretera de circunvalación.
Imagino (sé, más bien) que el dolor físico de ese tránsito supone un enorme fastidio, aliviado ahora con nuevas opciones al menos potenciales gracias a la última legislación sobre la eutanasia. Pero debe de ser peor el ámbito emocional, para el que hay poco remedio. Fundamentalmente, se desmorona sobre la mente un torrente de vivencias potenciales que subrayan todo lo que ahora sabes que te perderás. Todo eso que te habías prometido en algún momento que harías y que ahora ya sabes que el descuento no va a permitir.
La sensación de no saber qué pasará con tu cónyuge, si tus hijos lograrán sus mayores anhelos vitales o si se enredarán en su búsqueda. La claridad sobre que ya no viajarás a Machu Pichu, como siempre quisiste. Ni aprenderás a tocar bien las Variaciones Goldberg de Bach, para lo cual tanto trabajaste, ni sabrás cuántos nietos tendrías, si te hubieras podido quedar un poco más.
Tengo curiosidad por saber qué hay al otro lado, aunque tampoco tengo prisa por averiguarlo. Algunos columnistas más jóvenes y mejores que yo, como Ray Loriga; algunos músicos más brillantes y más jóvenes, como Lhasa de Sela; algunos tenistas sobresalientes, como Carla Suárez; algunos editores mucho más hábiles, como Julián Rodríguez de Periférica, se han enfrentado ya a la posibilidad indudable de un final tan cercano que llega nada más doblar la esquina, con desigual resultado.
Vivimos como si los días fueran infinitos, y no es así. Excepto cuando nos roza una tragedia, el resto del tiempo contemplamos el futuro con la profundidad del horizonte en un lugar despejado: lejano, claro y sin interrupciones.
Pero llega un día en el que, como una llamada de teléfono que se corta sin previo aviso, quedan muchas cosas por decir y uno de los interlocutores ya no está, ni volverá.
El tiempo da unos saltos increíbles. Uno no se los creería ni aunque se los rebobinaran a cámara lenta. Aguanta, agazapado, mientras sugiere días tenues que van sumando espacios líquidos, sin apenas logros y con escasas desdichas (quizá sea eso, precisamente, vivir). Hasta que un día aparece, de pronto, la señal de salida. Antes no estaba. Y si estaba, nunca la vimos.