Que no salga de aquí. Dios no existe, ni existen la Corte Celestial, la Virgen María y el Espíritu Santo. Tampoco existe el Juicio Final. Y suerte tengo de eso, porque de ser así estaría perdida.
Durante muchos años fui medio agnóstica y medio beata, medio impía y medio tonta. Los demonios bailaban a mí alrededor y de noche sonaban las trompetas de Jericó proclamando la llegada del fin del mundo. Qué cague. En aquel tiempo me traían al fresco las profecías bíblicas.
Hoy, sin embargo, no lo tengo tan claro. Hablo en mi propio nombre y en el de quienes me rodean, pues estoy segura de que el fin del mundo ya está aquí y de que no tardará en aguarnos la fiesta a todos.
El panorama es desolador. Un día sí y otro también se nos mueren amigos, hermanos, vecinos y gente cuya compañía creíamos asegurada. Pero nada es seguro.
A la que te descuidas se parte el cielo en dos y de su panza se desprende un diluvio imprevisto que arrasa pueblos y ciudades, desborda ríos, anega campos y destruye redes ferroviarias. Los Estados de Renania del Norte y Renania Palatinado ofrecen una imagen de caos y la Europa de las infraestructuras queda reducida a escombros.
Alemania, uno de los países más sólidos de Europa, llora su pena. El fin del mundo no es una quimera, aunque al principio llegamos a sospechar que se trataba de un invento propiciado por la sabiduría de Juan Antonio Bayona, que sin ser Dios fue capaz de recrear ante nuestros ojos una de las dramatizaciones más terribles del tsunami del sudeste asiático.
Tras el tsunami de Tailandia llegó el de Japón, concebido seguramente por el Akira Kurosawa de turno. Aquello no era cine. Era susto o muerte. Y, como había ocurrido con Bayona, estaba destinado a ponerle los pelos de punta a la humanidad.
Uno de aquellos inviernos, aquí llovió más de la cuenta. Cuando quisimos darnos cuenta, el Mediterráneo se había desbordado y el agua corría tierra adentro. A quien se le dijera, no podía dar crédito. También la tormenta Filomena hizo estragos en el primer año de la pandemia.
Las réplicas se sucedieron una tras otra. Los gerifaltes del mundo se llevaban las manos a la cabeza pensando en la magnitud del deshielo, que superaba todas las previsiones.
En todo el mundo se organizan simposios donde los científicos se devanan los sesos haciendo cálculos aproximados para saber cuánto nos queda de vida. No hay científico que lo sepa. Por no saberlo, no lo sabe ni Dios.