Quien quiera disfrutar de una experiencia que le permita retroceder dos siglos tiene una posibilidad a su alcance: sacar un billete de tren Madrid-Badajoz o viceversa. Quien esto escribe sólo lo ha probado una vez: con ella tuvo suficiente y de ahí en adelante siempre ha viajado a la bella ciudad extremeña (que lo es, gracias a su río, su gran patrimonio histórico y su gente) por carretera, la mayor parte de las veces conduciendo los 400 kilómetros de ida y de vuelta. Tampoco es tan penoso: uno ve al paso la sierra de Gredos, Navalmoral, el castillo de Belvís de Monroy, la central nuclear de Almaraz, el puerto de Miravete, Trujillo, Mérida, etcétera. Y hasta se hacen de la familia.
Quien no tenga coche o no conduzca, además de las líneas regulares de autobús (viaje por carretera, en fin) dispone de una vía férrea que agotaría la paciencia de Job, sin necesidad de que el tren sufra alguna de las frecuentes averías que cada cierto tiempo saltan a los periódicos y se olvidan pronto, porque a fin de cuentas se trata de Extremadura, la Extrema y Dura de su juglar oficioso y ya oficial (tiene la medalla de la Comunidad), el placentino Robe Iniesta. Esto es: donde Cristo perdió la gorra, y donde no hay un hecho diferencial, una lengua vernácula o un agravio borbónico que agitar para que a uno le hagan caso.
Hay desde hace muchos años un proyecto, claro; a fin de cuentas, el papel lo aguanta todo y las promesas a largo plazo de los políticos diez veces más. Lo cierto es que la línea férrea sigue siendo la que era, y dando el servicio que un trazado de otra época puede dar a los viajeros del siglo XXI. En la España del AVE a cualquier lugar que haya tenido un político que pudiera ocuparse de quedar bien con sus paisanos, y con Comunidades que cuentan con una estación de alta velocidad en todas y cada una de sus capitales de provincia (véanse Cataluña, Castilla-La Mancha o la Comunidad Valenciana). Los menosprecios duelen aún más cuando conviven con la prodigalidad hacia otros.
Para más inri, tener un tren en condiciones hasta Badajoz no sólo ayudaría a cerrar esta carencia infame en la vertebración de nuestro país, sino que cubriría dos tercios de una apuesta que no puede ser más estratégica: la conexión rápida y a la vez sostenible entre Lisboa y Madrid, que sería un paso de gigante en la construcción de una mayor cohesión ibérica. Es verdad que el tramo final les incumbe a nuestros vecinos portugueses, y que en el país vecino no todos son partidarios de estrechar lazos con nosotros, pero contribuir a deshacer todo lo que podamos esa frontera que aún secciona nuestra península, ciego hay que estar para no verlo, es invertir en un mejor futuro común.
Y sin embargo, no es de esto de lo que estamos hablando, sino de vaciar un volquete con 3.000 millones de euros en los aeropuertos de Madrid y Barcelona, para además ponerlos a competir entre sí por el tráfico intercontinental. También, así como quien no quiere la cosa, de regar con otros varios cientos de millones de euros al año el bendito hecho diferencial vasco y el suplemento de bienestar de que disfrutan los ciudadanos que a él se acogen, merced a un sistema de financiación en el que los ingresos caen contantes y sonantes y los sobrecostes respecto de las previsiones se facturan mermados y en diferido, recayendo siempre el desfase sobre las espaldas del régimen común.
Lo grande del asunto es que quienes reciben la dádiva lo hacen con el morro fruncido y rezongando siempre, mientras los olvidados y postergados callan y padecen su desventaja sin que sus autoridades alcen siquiera la voz. Quizá porque saben que en el país en el que viven el monopolio de la queja lo tienen otros y no es a ellos, nunca, a quienes “hay que seducir”. Y así sigue y seguirá esperando el tren a Badajoz. Y también a Lisboa.