Queremos a Alberto Ginés: lo acabamos de conocer y ya le pensamos, ya le deseamos lo bello, ya nos despierta tremenda simpatía ese chaval extremeño de dieciocho añitos que acaba de hacer historia y que no se flipa ni un poco a pesar de haber arramblado con el oro en Tokio escalando como un leopardo joven que mira la vida por encima del miedo. Nos gusta Alberto porque tiene voz y porque la usa, porque no es un muñeco de cera mustio ni otra cara bonita sin discurso que sólo se dirige al populacho para procurar que compremos zapas en Nike y engordemos a perras el viejo imperio.
Hace rato ya que el deportista de éxito arquetípico tiene algo de miss: una insulsez incomparable, unos deseos de felicidad mundial rayanos en la mamarrachada, un automatismo en la réplica cosido de lugares comunes capaz de sacarme verdaderamente de mis casillas. Lo mismo fuera de los focos son Ernesto Sábato, pero es ponerles un micrófono y pensar fuerte que les faltan dos veranos. Siri, al lado de nuestros deportistas, es Miguel Noguera. Hay algo robótico y desangelado en su prédica pública: como si viniesen de pactar con el diablo y a cambio de los triunfos hubiesen consentido que les sacasen el alma a cucharadas. Y todo el mundo sabe que el alma es la palabra. Y que la palabra es la única forma de atrapar la idea escurridiza.
Llevamos décadas amasando este cuento de terror y fingiendo que no tienen que meterle un barrido al ático. Es como si lo hubieran entregado todo al cuerpo, pero olvidando que el cerebro forma parte de él. Parte indisoluble, de hecho. Los deportistas tochos van idiotizados de pura transversalidad: nos consta que se mojan tan poco para no perder ni un chavo y para seguir subrayando esa corrección tirante suya que a mí me deja devastada, patinando sobre hielo y extrañando a lo loco a Maradona (y miren ustedes qué pieza).
Por eso queremos a Ginés, porque le hemos pillado la cuenta de Twitter extraoficial y nos ha insuflado oxígeno su recordatorio de humanidad. El chico anda rayado, como todos, por ese monstruo cíclope moderno que es la friendzone, le apetecería tener pareja y a veces llora en el coche y no sabe por qué: no lo sabe durante unos segundos, hasta que se pregunta en voz alta si de verdad le merece la pena perderse la vida de su familia, si tiene sentido tanto sacrificio si ya nunca puede estar en los cumpleaños de su hermana.
Pero hay algo más interesante aún, y es su desprejuiciada politización (otra de las sonrojantes claves modernas del éxito, lo saben ustedes, es mantener la boquita cerrada para que no entren moscas). ¿Por qué Marca España siempre es Rafa Nadal y nunca Almodóvar, o Penélope Cruz, o Javier Bardem? ¿Por qué para ser símbolo patrio hay que volverse neutral, por qué hay que renunciar a la opinión política en un estado de las cosas donde tenemos la posibilidad, gratuita y salubre, de pronunciarnos en redes sociales sobre el país que habitamos?
¿Por qué va a poder participar de la conversación pública el carnicero y no el actor? Lo cierto es que entendimos hace mucho que decirse apolítico es también ser de derechas, pero que queda más mono. Da más gratificaciones, digamos. Por eso el españolito conservador lo goza con Nadal: es una leyenda viva, ondea la rojigualda con pasión y en su silencio plácido, sin críticas ni urgencias, se le intuyen fácilmente las costuras. Y por eso el españolito de izquierdas le quiere también: porque es una leyenda viva, porque ondea la rojigualda por deporte (ahí no le duele, ahí se le quita el complejito) y porque su silencio, tan templado que es elocuente, no le pisa ningún callo. Un plan sin fisuras.
Sabiendo que el patio está así, viene Alberto Ginés y, desde su adorable espontaneidad (y quizás temeraria inocencia), escribe en Twitter que vive con el miedo constante de “tirarle la caña a una pava y que sea facha”, o advierte a Vox que lo único que los jóvenes no quieren es a políticos como ellos, o se queja en público de que hay quien le ha dicho que no se merece representar a España en los Juegos Olímpicos “por ser rojo”.
A nadie le extraña que al niño le hayan espetado esto último: para la extrema derecha tiene que resultar abracadabrante que vengan ahora los izquierdosos y los negros a erigirse como símbolos de excelencia de un país que sienten sólo suyo. Qué poesía, qué poesía. Apuesto a que en su mente el gen rojo era sinónimo de mediocridad, de desfachatez, de miseria, de debilidad, de ruptura. Ahora guardan silencio, desconcertados, faltones desde su aparente indiferencia. Ginés les ha quitado la bandera, al menos un rato. No puedo evitar sonreír.