En realidad, todo empezó con los tigres. No sé por qué (algún documental que vería), el primer tramo del horrible insomnio de ayer estuvo ocupado por los tigres. Por los tigres de los circos (el Atlas, el Americano) de mi infancia. El insomnio, como es sabido, activa la memoria y el pensamiento, lo cual, todo junto, tiene efectos desastrosos: ningún recuerdo agradable, ninguna idea positiva.
En los números de fieras, el domador conseguía que los tigres, por ejemplo, se subieran a unas plataformas, saltaran de una a otra, se irguieran a la vez sobre sus patas o pasaran por un aro de fuego. La cosa no parecía fácil. Algunos animales parecían resistirse, rugían, enseñaban los colmillos, amagaban zarpazos. Al final, obedecían.
Pero siempre había un tigre que tardaba más de lo debido, se escaqueaba de la fila, se resistía al látigo, plantaba cara al domador. Ese animal infundía miedo, deambulaba por la jaula mirando con mala cara a los espectadores, hacía temer al público por el fracaso de la actuación y, lo que es peor, por la integridad del domador. El espectáculo, entonces, ya no radicaba sólo en la habilidad de la doma, sino en la emoción suscitada por la amenaza, por el riesgo inminente.
Bueno, en esas estaba cuando me dio por pensar algo que no había pensado nunca, no sé ustedes: que ese tigre rebelde y hostil había sido adiestrado por el domador precisamente para simular ser rebelde y hostil, que su doma había ido encaminada a que aparentara ser indomable sólo durante un rato, el rato suficiente para crear temor y sensación de peligro entre el público, para contribuir al logro de una inquietud y de un suspense que estaban destinados a potenciar el espectáculo, a proporcionar a los espectadores una gratificante sensación de liberación, de tranquilidad y de seguridad cuando, al fin, se remitiera a la disciplina del resto de los tigres.
Sin parar de dar vueltas en la cama, estaba comenzando a sacar enjundiosos parecidos entre esos tigres díscolos y algunos políticos cuando escuché el primer vuelo rasante del mosquito. Se acabaron los tigres, fue el mosquito quien no me dejó pegar ojo durante toda la noche.
El mosquito es, ciertamente, un bicho insignificante. Su eventual picadura, en pleno centro de Madrid (no te digo en otras latitudes), tiene consecuencias nimias. No obstante, su pitido y su zumbido son desquiciantes. Nos hacen perder la calma. Y yo creo que es porque, tras haber sido ahuyentado una primera vez por nosotros con un compulsivo y ridículo agitar de brazos y manos (que a veces nos deja sentados en la cama como si nos hubiéramos caído de culo), atribuimos su insistencia, su regreso, su nueva incursión sobre nuestras cabezas a una determinación maléfica de su voluntad, a una mala idea persistente, a una cuestión personal: el mosquito la ha tomado conmigo, viene a por mí.
Pues no. El mosquito tiene hambre y necesita sangre, lo cual no es poco ni, dicho así, tranquilizador. Pero no tiene una estrategia personalizada ni despliega tácticas deliberadamente pensadas para trastornar nuestros nervios. Según he podido averiguar, el mosquito ha detectado el calor que se desprende de nuestra masa corporal, el dióxido de carbono que emitimos y el olor de nuestro ácido láctico, ese ácido, por cierto, que han puesto de moda los comentaristas del Tour y de los Juegos Olímpicos, pues sube que se las pela en los deportistas durante el esfuerzo.
El mosquito, por volver a él (que siempre vuelve), sabe que, por todo eso, nuestro bulto sobre la cama significa alimento. Y ya está otra vez merodeando, le va en ello la supervivencia. No tiene nada personal contra nosotros. Se comporta de acuerdo con la Naturaleza y según su naturaleza. Como el escorpión, sin ir más lejos. No sé si es un buen momento para recordarlo, pero, siendo la Naturaleza muy bonita, digna de ser respetada y tal, la Civilización, que en buena medida es su contraria, también tiene sus ventajas, qué duda cabe.