Por malicia o falta de luces, hubo quien interpretó mi columna del martes como un ataque a las Humanidades. Fernando Savater siempre recuerda aquello de Anatole France: “Son peores los tontos que los malos, porque los malos de vez en cuando se cansan y los tontos nunca”. Por eso tiendo a ignorar a los malvados, pero estoy dispuesto a hacer un esfuerzo extra por los torpes.
Para alguien que ha dedicado sus mejores años al estudio de las Humanidades, y ahora paga las facturas enseñando, es tedioso tener que manifestarse a favor de las virtudes (¡y sobre todo los placeres!) que la Filosofía o el Arte procuran al frágil espíritu humano y en la sociedad en su conjunto. Me limitaré a aclarar que mi columna no pretendía desincentivar el estudio de las Letras, ni siquiera deslegitimar el lamento millenial en su totalidad, sino segregar las coyunturas económicas de las decisiones personales en el análisis de una frustración.
Como saben, me encolerizan aquellos que consideran que su posición de privilegio es fruto exclusivo de su mérito. Hablo de supuestos liberales que ignoran que el capital económico y cultural del que han tenido la suerte (enfatizo, suerte) de nutrirse ha determinado su destino en mayor medida que su esfuerzo.
Pero también hemos de fruncir el ceño ante quienes entonan el discurso contrario. Quienes evaden toda responsabilidad en su desdicha, cuando el problema de negar el nexo entre las decisiones personales y las condiciones materiales es tan grave como considerarlo el único. Una sociedad sana necesita despejar la soberbia, pero también la victimización.
Ambos son vicios peligrosos, porque requieren culpables. El soberbio desatiende el contexto, atribuye la fortuna al mérito y concluye que el desafortunado es merecedor de su mala suerte.
Por su parte, la víctima concibe su frustración como la traición de un sistema maléfico que conspira contra el interés general (he escuchado a doctorandos españoles en Harvard o Yale referirse a sí mismos como exiliados). Podemos discutir si un país necesita más o menos economistas o más o menos filólogos, pero convengamos que un país necesita adultos, ciudadanos que observen la realidad y sean capaces de entender su complejidad.
Para ello necesitamos madres, padres, profesores y representantes públicos que se atrevan a decir la verdad: que tu código postal predice tus futuros ingresos y hasta tu esperanza de vida, y que es justo que el Estado intervenga para paliar los estragos de ese azar.
Pero sin olvidar que las aspiraciones determinan las decisiones, y esas decisiones también son un predictor fiable de lo que será el futuro. Si se trata de evitar la frustración generacional, empecemos por no corromper el alma con falsas promesas.