No debemos olvidar que el conflicto en que andan inmersos Gobierno y oposición, a propósito de la renovación del Consejo General del Poder Judicial, surge de una premisa compartida: ambos convienen que los jueces son incapaces de sortear sus filias políticas. Si PSOE y PP batallan es porque coinciden en que los magistrados carecen de la capacidad de ser independientes.
Ahora que la tensión escala por la necesaria renovación de órganos clave como el Tribunal de Cuentas, las vacantes del Tribunal Constitucional, el Defensor del Pueblo y el propio CGPJ, conviene que ambos partidos asuman que están socavando el prestigio de nuestro Estado, y en especial de las instituciones de Justicia.
Como saben, el principal punto de tensión está en la elección de los vocales del CGPJ. El PSOE, con mayoría en el Congreso, pero lejos de los 3/5 que requiere la Ley, acusa al PP de bloquear el proceso y de incumplir la Constitución. El PP, para justificar su postura, ondea la bandera de la despolitización de la Justica. “No debe ser el Parlamento, sino los propios jueces quienes elijan su gobierno”, repite Pablo Casado con su media sonrisa.
Pero no se engañen. El Partido Popular tampoco quiere despolitizar la justicia. Llámenme malpensado, pero sospecho que si la mayoría de los jueces estuvieran afiliados a Juezas y Jueces para la Democracia, el PP no sería partidario de que fueran las asociaciones profesionales quienes eligieran a los vocales. Si el PP defiende esta postura es por lo mismo que el PSOE defiende la contraria: porque saben que la mayor parte de los jueces afiliados (que, por cierto, son sólo un 50% del total) lo son de asociaciones conservadoras.
Y aquí asoma esa siniestra premisa de la que ambos partidos participan: los jueces no ven más allá de sus colores. PP y PSOE están separados por una creencia compartida. Si al juez lo nombra el PSOE, fallará hacia la izquierda, y si lo nombra la Asociación Francisco de Vitoria, fallará hacia la derecha. Y en ese temor radica el bloqueo.
Pero el temor, además de ser infundado, tiene efectos perversos. Todo poder democrático depende de que sus ciudadanos lo reconozcan y le otorguen legitimidad. Y transmitir a la opinión pública que un magistrado está sesgado de origen no contribuye a soldar esa confianza. Tampoco ayudan los ataques que el Ejecutivo acostumbra a hacer contra la separación de poderes.
Hace falta insistir en que sólo la tiranía está ausente de contrapesos. La democracia, como nos enseñó Tocqueville, se reconoce por las fricciones entre sus poderes. Claro que para que esa fricción sea saludable, hemos de confiar en la independencia y buena fe de todos ellos.