Se llamaba Mónica. Era una mujer, una madre de familia, una emprendedora, una trabajadora. Más allá de la dignidad que le correspondía como ser humano, un pedazo valioso de nuestra sociedad. Ya no vive, ni puede seguir aportando lo que aportaba a los suyos y a los demás, porque según los primeros indicios, que aún habrá de confirmar el oportuno procedimiento judicial, un indeseable con antecedentes por maltrato a otras dos mujeres decidió matarla con un cuchillo. Y así ya van más de treinta mujeres cuando aún no hemos llegado a cubrir las tres cuartas partes del año. Treinta y tres, exactamente.
Siente uno que la pérdida de esta persona, el dolor de los suyos y el repudio al bárbaro miserable que ha producido tanto daño injusto y gratuito deberían ser la primera consideración en el ánimo de todos. Desde el simple ciudadano de a pie hasta el más encumbrado de los poderosos, pasando por los medios de comunicación que tienen el penoso deber de informarnos de las atrocidades que cometen individuos sin cerebro ni corazón.
Y sin embargo, de un tiempo a esta parte, lo que prevalece en la reacción frente a estos acontecimientos es algo distinto. Como sucede ya con casi todo lo que acaece entre nosotros, se identifican como una ocasión más para hacer valer el crédito propio y tratar de erosionar al máximo el del oponente político. Vale tanto para quien clama contra la violencia de género como un problema alimentado por la insensibilidad de aquellos que no tienen un enfoque del problema cien por cien coincidente con el suyo, como para los que, en el otro lado del espectro ideológico, aprovechan para perpetrar ese sospechoso capotazo de condenar toda la violencia, muera quien muera y mate quien mate.
Los unos utilizan la muerte ajena para deslizar de modo oblicuo su imputación a quienes no suscriben su ideario; los otros para cuestionar, con algo menos de sutileza, la necesidad de establecer mecanismos legales que protejan a las mujeres de la violencia que es notorio que padecen por el hecho de serlo. Se ponen así en el centro de la noticia, para torcerla hacía su visión y sus intereses. Y la verdadera protagonista de la historia, que no es otra que la víctima, la enésima mujer y conciudadana a la que le hemos fallado, dejándola a merced de un cafre que se ha arrogado la facultad abusiva de disponer de ella, desaparece y se vuelve invisible en mitad de esa refriega político-mediática.
Este columnista ha tenido que rastrear para dar con un perfil de la víctima que se acercara a su humanidad malograda, que le rindiera homenaje, considerándola como un fin en sí misma, y no como una herramienta: que antepusiera el pesar por haberla perdido a la instrumentalización que pueda hacerse de su muerte. Que nos cuente que regentaba junto a su familia una panadería, que gozaba del aprecio de su vecindario, que las empanadas que se despachan en su negocio son de primera. Que se fije en Mónica, y no en lo que podemos argumentar y/o barrer para casa con motivo de su muerte, y que desde ambos extremos inunda las redes y los titulares de los periódicos.
Conocer quién era y su historia, entre otras cosas, invita a preguntarse cómo es posible que un sujeto que ya había sido señalado por la justicia por su maltrato a dos parejas anteriores pueda seguir yendo como si tal cosa por ahí, sin advertencia de su probada peligrosidad, hasta que acaba llegando al extremo del homicidio en la persona de una mujer desprevenida.
Un caso como este sugiere que, más allá del rasgado de vestiduras y de la ya anacrónica discusión sobre cuánto debe proteger la ley a las mujeres, frente a la avería de demasiadas almas varoniles, en la gestión de la calamidad que nos ocupa hay algunos detalles que son manifiestamente mejorables.