Siempre que he vivido fuera de España, y han sido varias veces a lo largo de mi vida, a los pocos años o a los muchos meses, dependiendo del proyecto en el que estuviera inmerso en el exterior, he querido regresar. Me gustan el sol, la comida, las calles, la luz. También la gente. Pero sobre todo me cautivan la amabilidad y la delicadeza de la vida en España.
No creo que tengamos el mejor país del mundo, ni las mejores ciudades. Dubrovnik es posiblemente más bonito que Almería. Nueva York resulta más interesante que Barcelona. La vida en Londres es decididamente más cosmopolita que la de Madrid. Pero, por una u otra causa, cuando termina el estímulo y ya tengo control sobre lo que sucede a mi alrededor, siempre que he vivido fuera al final he querido volver a mi ciudad.
Como tantos madrileños, no nací en Madrid. Pero siento la capital como mía, si es que se puede sentir eso. No se trata de un concepto de propiedad, claro, sino más bien de uno cercano a la responsabilidad: si Madrid alcanza un logro o comete un error, ambos los considero, de algún modo, también míos.
Por eso me resulta tan amargo el recorrido por las calles de mi ciudad de dos centenares de manifestantes que, bajo la justificación de lanzar su negativa pública a las agendas 2030/2050, en realidad acosaron a los miembros del colectivo LGTBI y a los que tienen otro aspecto y, como consecuencia y por extensión, a todos los ciudadanos sensatos que habitamos la capital del país.
“¡Fuera maricas de nuestros barrios!”, gritaban cientos de homófobos detrás de pancartas que aludían a un “Madrid seguro”. ¿Por qué alguien se permite insultar a quien siente atracción por individuos de su mismo sexo?
“¡Tú no eres español porque no eres blanco!”, gritaba un tipo que portaba una bandera española, junto a otros que llevaban la de la Juventud Nacional, una organización ligada a la extrema derecha. ¿Por qué alguien puede llegar a una conclusión tan ridícula e incierta y, rodeado de compañeros que sienten algo parecido, rumiar su ignorancia racista en público?
“¡Fuera sidosos de Madrid!”, gritaban al unísono unos cu antos cabezas rapadas vestidos de negro. ¿Se puede bramar una consigna más desafortunada e insolidaria?
Es evidente que la Delegación del Gobierno no hizo bien su trabajo al autorizar, es verdad que bajo engaño, semejante manifestación por el núcleo más diverso, multicultural y atractivo de Madrid. Los neonazis que coreaban “se va a acabar/ se va a acabar/ el dormitorio homosexual” no tienen en realidad cabida en una sociedad progresista e inclusiva en la que la aceptación de quienes son diferentes por sus intereses sexuales o por su procedencia, o por cualquier otra cuestión, resulta imprescindible.
La Fiscalía ya investiga los detalles de la manifestación del sábado, porque al menos algunos de los participantes podrían haber incurrido en un delito de odio. Lo que parece claro es que no debería volver a ocurrir. Madrid es una ciudad abierta, vital y sobre todo acogedora. Y eso no lo puede empañar ni un grupo de ignorantes lanzando proclamas del tipo “¡fuera maricas!” ni tampoco lo puede disfrazar la falta de rigor de un organismo que, en esta ocasión, no ha cumplido con sus obligaciones con la rotundidad necesaria.
Madrid debe seguir siendo esa urbe hospitalaria y afable a la que, una vez concluida una etapa enriquecedora en el extranjero, uno siempre quiere volver.