Ahondar en la ignorancia para construir la memoria y a eso, llamarlo historia.
En las comunidades autónomas con hegemonía nacionalista en el ámbito de la educación (gobierne quien gobierne) ya estamos acostumbrados a que la enseñanza de la historia sea el principal instrumento de adoctrinamiento en las escuelas.
Los contenidos se elaboran con la intención más o menos grosera de sustentar un relato, que, como casi todo lo mitológico, se basa en una lucha del bien contra el mal sostenida a lo largo del tiempo y por episodios.
Pero, a diferencia de las epopeyas antiguas en las que los héroes ganan, en esas comunidades, para dejar claro quiénes son los buenos, es imprescindible presentarlos como víctimas.
En cuanto a la historia, tiene que ser una línea continua de agravios sobre su lengua, su cultura o sus derechos históricos, sin importar demasiado si hablamos del neolítico o de la Guerra Civil.
España como trasunto de Castilla (o al revés) es identificada con el oscurantismo, el retraso y el autoritarismo. El resto (sea lo que sea el resto en cada momento de la historia) es un paraíso de luz y de color, con sociedades avanzadas, modernas, inclusivas y pacifistas.
Décadas de omitir algunos hechos y retorcer otros tantos para cuadrar convenientemente el mensaje victimista han conseguido el sustrato suficiente para que el nacionalismo sobreviva, mande y mute en separatismo o que, como en el caso vasco, sirva de justificación para el asesinato, incluso si se trata de niños.
Visto el éxito, la izquierda, que también suele salir beneficiada de ese relato de buenos y malos (qué más da de qué momento de la historia se trate), descarta ya cualquier sutileza y en el currículo de historia de la Ley Celaá prescinde del tiempo y del espacio para colocar los hechos que más favorecen a su ideología (una cosa así como un wokemarxismo en plan charla TED) agrupados, no ya en edades (Antigua, Media, Moderna, Contemporánea), ni marcados por los hitos básicos de la historiografía occidental, sino diseminados en epígrafes como “la desigualdad social y la disputa por el poder”, “la familia, el linaje y la casta” o “el papel de la religión en la organización social” (ya se imaginarán el enfoque).
La excusa es “no incurrir en enfoques academicistas”, no sea que la juventud se nos traume y no pase de curso.
En cuanto al propósito, no es más que privarle de ese marco cronológico, de esa realidad factual que diferencia la historia de la ficción y también la realidad del mito.
Pero también de esas referencias que permiten, con el tiempo y un poco de curiosidad, preguntarse si es cierto o no eso que te han contado.
Sin embargo, esa abstracción difusa que vale para los griegos, la romanización, las cruzadas, los reyes católicos, la caída de Constantinopla, la Revolución francesa o la Primera Guerra Mundial, se convierte en doctrina inapelable si hablamos de la Guerra Civil española y del franquismo.
Es cierto que la Ley de Memoria Democrática no pretende (lo mismo que el currículo de historia) “incurrir en enfoques academicistas”. De hecho, le sobran, porque de otro modo esta ley no tendría sentido.
Para unos partidos políticos para los que los muertos ETA son el pasado y los de la Guerra Civil (sólo los de un lado) el presente, reescribir la historia es mucho más fácil si desaparece.
Y mucho más si se reconvierte en un evanescente conjunto de contenidos, libres de cualquier dato científico y escritos al dictado de las leyes ideológicas que se aprueben en las Cortes y en cada uno de los parlamentos autonómicos.