Me escribió Rebeca Argudo a media tarde diciendo que MDMA era trending topic por mi culpa. A la sorpresa siguió una ráfaga de orgullo. Me paseé por Twitter y me alegró leer a quien había entendido la frase como lo que era: un chiste, es decir, una metáfora. Pero siempre hay quien se toma las cosas demasiado en serio, como si no fuéramos mortales, e incluso quien bufonea sin haber captado siquiera la ironía del asunto. A ellos les dedico esta exégesis de un estribillo (“noches de MDMA y poliamor…”) al que nunca aventuré tanta fortuna.
La frase es una burla, sí, de la izquierda pija, urbanita y ecofriendly que me queda cerca: yo mismo desayuno aguacate y nunca pido migas. Tampoco soy religioso, ni monárquico. Y para colmo, como me reprochaba alguno ayer, ¡he vivido en Nueva York! No sirvo para embajador del paraíso perdido que evoca Feria, pero tampoco tengo la soberbia de considerar que su éxito es fruto del azar o la estupidez. Hay que atender a lo que dice y, sobre todo, a lo que muchos están queriendo escuchar.
Hace no tanto, una izquierda defendía que las tres últimas décadas habían erosionado el andamiaje del Estado del bienestar, debilitado los servicios públicos y los derechos laborales, y condenado a los jóvenes al paro o la precariedad. No envidio la vida de mis padres a mi edad, pero tengo suficientes años para recordar que ese lema fue uno de los ejes vertebradores del movimiento 15-M.
Sin embargo, la izquierda quiere distanciarse, es decir, distinguirse. Y la distinción, nos enseñó Pierre Bourdieu, la practican quienes ostentan el capital cultural y por tanto la soberanía sobre el gusto. La distinción sirve para alejarse de la masa. Tenemos una izquierda que está muy lejos de ser el reflejo del pueblo, por mucho que lo invoque. Para volver a serlo, debe aprender que, además de bienes de lujo, existen las creencias de lujo, y son estas las que explican el distanciamiento de la gente.
Despreciar a quien come en Telepizza, a quien se casa con su novia de la adolescencia o a quien le reconforta ir a misa no es la manera de reencontrarse con el pueblo. Tampoco lo es llamar cuñao a quien disfruta viendo a la Selección, se hace una foto en Times Square o abunda en lugares comunes.
No hay nada malo en cambiar las lentejas por quinoa, en desistir de la carne o en moverse en bicicleta. Tampoco en renunciar a los apegos tradicionales y a los lazos de dependencia. El problema está en olvidar que para muchos conciudadanos la tradición, como el diésel, no es una opción, sino una necesidad.