Hubo un tiempo en que Podemos denunciaba la existencia de “la casta”. En las redes sociales, en la televisión, en la radio, donde hiciese falta.
Pero del mismo modo que Espartaco y los otros líderes de las revueltas de esclavos contra Roma no aspiraban a hacer desaparecer la esclavitud, sino a ser libres, el anhelo podemita, como se ha visto, no era acabar con la casta, sino formar parte de ella.
De la gauche divine a la izquierda caviar, la aparente contradicción de erigirse en representante de los desfavorecidos y vivir de ellos hace tiempo que se solventó dejando de mencionarla y permitiendo que la izquierda, en cualquiera de sus formas, siguiese monopolizando el discurso de la lucha y el compromiso social como si, hiciese lo que hiciese, prevaleciese algo así como un derecho de sangre que borraba sus pecados y excluía de esa lucha al resto.
Y superada esta discordancia (hipocresía, caradura o cómo quieran llamarla) nace una nueva casta: la de los que están por encima de la ley.
Y sí, siempre ha habido quien ha creído estarlo. Algún político que se sentía impune por la gracia de Dios. Pero por decoro, quizás por cierto temor al rechazo social o por miedo a la cárcel, al menos trataba de ocultarlo.
Ahora no. No si se es de extrema izquierda.
Los delitos que implican violencia o atentado contra la autoridad, los que para cualquier ciudadano supondrían desde multas a penas de prisión, se convierten en honrosos motivos de orgullo de los que en ningún caso se puede derivar reproche penal si el delincuente es de extrema izquierda, y mucho menos si desempeña un cargo público.
Incluso los que tienen que ver con la corrupción, con tal de fingirse antisistema o simplemente hacer ondear la bandera roja, parece que lo son menos, no lo son o están justificados. Porque los comete la nueva casta.
Y esos privilegiados, cuando se les recuerda que son mortales, se revuelven, dejando claro que lo que vale para el resto de ciudadanos, para ellos, no.
El diputado podemita Alberto Rodríguez fue condenado por agredir a un policía. Finalmente, con gran escándalo de medios afines y miembros de su partido, ha tenido que entregar su acta de diputado.
Entremedias, un embrollo judicial, un amago de denuncia contra Meritxell Batet en el Constitucional y una ministra acusando de prevaricación al Tribunal Supremo.
Pero lo grave no es sólo esa sensación de impunidad de esta nueva casta, ni el perjuicio que con su conducta causan a las instituciones que representan. Lo verdaderamente peligroso es su banalización, cuando no justificación, de la violencia.
La agresión a un policía por parte de Alberto Rodríguez se produjo en una manifestación contra la Ley Wert. Como ya ha ocurrido con otros políticos podemitas condenados, como Isa Serra, el mensaje que se lanza es que es legítimo (y bueno) oponerse por medios violentos a una ley que no gusta.
Se pone en duda entonces que en un Estado de derecho el modo de expresar la disconformidad con una ley o una medida del Gobierno sea la palabra, la manifestación pacífica o pasar del activismo a intentar ser elegido en las urnas.
Ahora son ellos los que promueven y aprueban leyes sin más consenso que su santa voluntad y sin más demanda social que sus delirantes teorías de gente ociosa y bien alimentada.
No estoy segura de que les gustase que, para oponernos a ellas, nos liásemos a patadas contra los policías que les protegen. No creo que les pareciese bien que la violencia fuese nuestra respuesta.
Divinos. Intocables.