Lo cuenta el corresponsal de la NBC Richard Engel desde Herat: familias acuciadas por el hambre están vendiendo a sus hijas de siete y ocho años por 2.000 dólares a hombres mayores para que las desposen. Lo de vender niñas a varones maduros no es ninguna novedad, ni en Herat ni en otros muchos lugares de Afganistán. Lo espeluznante es hasta qué edades se está ya descendiendo, en el límite del uso de razón, que antiguamente se decía. Si alguien tiene cerca una niña de siete u ocho años, le sobrecogerá el horror al pensar siquiera en la posibilidad.
Una primera cuestión interesante que suscita la noticia es que lo que pasa en Herat, la provincia donde durante muchos años ejerció España responsabilidades de reconstrucción y de apoyo a la gobernación, tengamos que conocerlo a través de los reportajes de un periodista estadounidense. No es que no haya habido reporteros españoles sobre el terreno, incluso en fechas recientes, pero todos sabemos que las precarias condiciones en las que realizan su trabajo les impiden mantener la continuidad y la intensidad que tienen las crónicas de Engel. Así es como se deja de hacer periodismo, esto es, de contar lo que ocurre.
La segunda idea que le viene a uno a la cabeza es dónde han quedado todas aquellas admirables y emotivas intenciones sobre la redención de las mujeres afganas, que según algunos eran fuente de legitimidad e incluso fundamento humanitario de la intervención occidental en Afganistán. Fuimos hasta allí para librarlas del burka, llevarlas a la escuela y devolverles en suma su dignidad, arrebatada por los retrógrados talibanes. La cruda realidad es que fuimos por otros motivos, y que su opresión, agravada por el fundamentalismo talibán, no empezó con él.
Durante la breve estancia en Herat del que suscribe, gente que llevaba algún tiempo sobre el terreno le explicó lo de la venta de niñas, con una lógica sobrecogedora. En un país sin la menor cobertura social ni de vejez, los hijos varones venían a ser el plan de pensiones (esto es, la garantía de no quedar desvalido cuando las fuerzas fallaran) y las chicas una especie de ganado que se criaba con el solo objeto de venderlo en la edad óptima, sobre los doce años, para ayudar a la manutención familiar. Si a la chica no se la colocaba antes de los 16, perdía buena parte de su valor y quedaba reducida a la condición de criada.
En cuanto al motivo por el que de manera sistemática se las entregaba a hombres mayores, o mucho mayores, era tan simple como escalofriante: con lo que suelen ingresar los afganos, no era común que un hombre joven hubiera ahorrado lo que cuesta una esposa. Por esta contundente razón económica quedaba normalizado aquel odioso emparejamiento con tintes pedófilos, que tan repugnante nos resulta bajo nuestros estándares.
En suma, las condiciones indignas a que se somete la vida de tantas niñas y mujeres afganas, según costumbre ancestral y muy anterior al gobierno de los talibanes, son consecuencia en buena medida de la miseria. Y no deja de ser una paradoja, y a la vez un horrendo giro de los acontecimientos, que el fruto de los 20 años de presencia de Occidente sea, tras el precipitado abandono del país, un recrudecimiento de esa miseria que lleve a darle una vuelta de tuerca a la desprotección de las afganas frente a unas prácticas atroces que les deniegan la niñez.
Las familias que venden a sus niñas pequeñas le dicen a Engel que no quieren hacerlo, que es el hambre, que no tienen otra manera de calmar, lo que les obliga a dar ese paso. Puede que hayan aceptado que sus hijas son mercancía, pero no que esté bien deshacerse de ellas a edad tan temprana, cuando aún les despiertan una inevitable ternura. Quienquiera que diseñara la modernización de Afganistán ya puede anotarse otro tanto.