Llega la Navidad a lomos de la sexta ola.
Creímos, ilusos, que no volveríamos a sentir el miedo, la sospecha y el desánimo. Que habíamos dejado atrás ese sentimiento difuso en el que se mezclan las cifras que suben, el temor que se contagia y los planes que se anulan.
Dimos una patada al 2020 (con ganas y con fuerza) y tiramos a la basura las mascarillas con motivos navideños (porque esto se acabó). Ni en nuestra peor pesadilla se nos ocurrió que las volveríamos a necesitar.
Teníamos las vacunas (la panacea global) y toda esa realidad distópica que habíamos vivido en ese año aciago iba a quedar atrás.
Dóciles, responsables o solidarios, un 80% de españoles nos vacunamos de la pauta completa y nos lanzamos a vivir creyendo que todo había acabado.
Ahora, sabiendo casi tan poco como sabíamos entonces, volveremos a hacer cola para una tercera dosis de la vacuna (dosis de refuerzo o lo que sea) en la certeza de que no será la última, ni tan siquiera la penúltima.
Y, mientras tanto, cruzamos los dedos para que la próxima ocurrencia de nuestros gobiernos autonómicos, probablemente movida más por el pánico que por el sentido común, no nos deje sin Navidad.
A los que tenemos la suerte de creer, no nos la pueden quitar sin más. Pero, para el resto, más allá de las luces y los regalos, la Navidad es esa mesa compartida (quizás sólo una vez al año), ese reencuentro tan esperado, la ilusión de los niños que haces tuya, un brindis y otro, para blindarse ante las ausencias o para lanzar un deseo que hasta ahora nos pareció banal: que la próxima Navidad no sea como esta, que sea mejor. ¿Nos lo volverán a impedir?
Confundidos, desorientados. De nuevo ese miedo que paraliza, ese que nos hace sumisos, el que nos impide cuestionarnos lo obvio, el que permite a quienes nos gobiernan, surfear con diligencia, indignidad tras indignidad, mentira tras mentira, sin que nadie salga a la calle a plantarles cara (para qué, ¿para contagiarse?).
Prácticamente todo lo que puede ir mal, va mal (o eso nos parece). Nos atenaza el parte diario de desdichas. Por la mañana, por la tarde, por la noche, esos gráficos con curvas agudas y cortantes y siempre hacia arriba: número de contagios, precio de la luz, inflación, pobreza.
Vemos en el volcán de La Palma (tan presente como esas curvas) una metáfora del sobresalto diario, del mal inesperado, de nuestra irrelevancia. Y quizás queremos creer que, cuando el volcán se apague, el bicho empezará a batirse en retirada. Porque nos cautivan los símbolos, porque los necesitamos.
Nunca una situación se nos hizo tan larga ni nos quitó tantas certezas. Y, al tiempo, lo mismo nos ocurre con Pedro Sánchez. Sus dos años desde las últimas elecciones nos está pareciendo un régimen y su imagen, en nuestras pantallas de televisión, un busto conmemorativo. Pétreo, cincelado para durar.
De hecho, en el orden mental de las calamidades que han asolado España, nos va a costar disociar a Sánchez de la pandemia. El peor Gobierno para el peor momento.
A pesar de todo, las luces brillan y la vida sigue. No nos podemos dejar vencer por quienes se empeñan en sumirnos en la oscuridad, en el miedo y en el desaliento.
Y ¿dónde encontrar la esperanza? Me permito una sugerencia: en el milagro de la Navidad.