No mires arriba podría, perfectamente, haberse llamado No mires, y ser esta una advertencia en lugar de un título, ajustada, además, a la realidad y muy de agradecer. Y es probable que esto sea lo mejor que se pueda decir de la película. Lo mejor, que no lo único.
Esta peli es el Tiburón que habría rodado un apocalíptico Steven Spielberg woke sin talento ni imaginación: un peligro inminente, unos buenos concienciados y altruistas y unos malos sin escrúpulos que no quieren perder sus privilegios.
Aquí la moraleja nos la repiten a gritos, hiperbolizada y sin misterio, desde el minuto uno. No hay capas ni sutilezas. Es todo tan evidente, tan remarcado y subrayado, que sólo podría resultar más obvia si una voz en off se tirase todo el metraje avisándonos de a qué conclusión debemos llegar, qué debemos pensar y a quién hay que señalar. Eso o que el director se sentase a nuestro lado en el salón de casa, compartiendo palomitas y dándonos codazos, diciendo tras darle a pause y señalar con el dedo: “¿Lo ves ahí?”.
Como si no se confiase en la inteligencia del espectador, como si estuviese rodada (y narrada) bajo aquella vieja consigna de productor de televisión autonómica (“dale una vuelta a ese chiste, tiene que hacer gracia al niño de ocho años y al abuelo de 70, lo tiene que entender hasta mi tía de Cuenca”) todo detalle está convenientemente acentuado, desde el adorable colibrí a la ingente basura producida por el ser humano, de la foto de la presidenta con Bill Clinton o con Mariah Carey al logo de la Oficina de Coordinación de Defensa Planetaria (¡atención, existe, flipadlo fuertecito!). No vaya a perderse nadie algo importante.
Y quizá sea eso exactamente lo que pasa. Que es una película pensada para que uno acabe sintiéndose más listo y mejor persona, orgulloso de haberlo pillado, contento porque corrobora todas sus sospechas: que los malos son los otros y que él ya lo sabía. Podría hacer ahora mismo una quiniela de diez personajes populares a los que les ha gustado, sin mirarlo, y fallar, como mucho, de uno.
Con un casting repleto de estrellas, todas ellas sobreactuadas hasta el esperpento, uno no tiene más remedio que preguntarse si la indicación no habrá sido actuar todo el tiempo como si lo hiciesen ante un público compuesto por adolescentes alexitímicos.
Reconozcámosle a Adam McKay el mérito de reunir a tanto actorazo y desaprovecharlo de tan escandalosa manera. Produce la misma sensación que cuando estás ante alguien muy guapo y sientes más atracción por un bocata de calamares. Esa disonancia cognitiva de estar percibiendo unos bonitos ojos, una nariz perfecta, una boca sexi y que, al mismo tiempo, el conjunto no funcione de ninguna de las maneras. Como los días fríos con sol o las ensaladas con rulo de cabra caliente, ese invento del demonio.
Con ínfulas de alta comedia, de ingeniosa sátira, No mires arriba no llega a ligero divertimento siquiera. Le falta sofisticación y le sobra, además de metraje, literalidad. Como una canción homenaje con letra de Elvira Sastre y Roy Galán.
El éxito de esta película entre una facción muy concreta de los espectadores y sus reacciones al respecto en redes, jaleándola como valiente e incómoda para otros (como si en ella se dijese algo que no se ha dicho nunca o lo hiciese de manera especialmente virtuosa, como si de verdad pudiese molestar) parece indicar que hay cierta necesidad entre ese grupo tan ideologizadamente polarizado de convencer y convencerse de que enfrente, como némesis, tienen a alguien realmente tontaina, pues es la única posibilidad de sentirse mejores.
Por concluir con el tipo de argumento que gusta a los mismos que ha gustado la película, apuntaré que con lo que ha costado realizarla se podrían haber apadrinado 180.000 niños africanos o construído 500 pozos en República Dominicana. Una película que sólo recomendaría a un enfermo terminal: esas dos horas y 20 minutos le harán pensar que nunca van a terminar.