Hace 40 años, la Fundación Institucional Española puso en marcha un concurso al que llamó ¿Qué es un rey para ti?
La idea era que alumnos de distintas edades, utilizando su creatividad (ayer redacciones y dibujos; hoy vídeos, infografía, robótica, 3D y lo que se tercie) reflejasen "el papel de la Corona en la estructura del Estado".
Lo que se pretendía era que los escolares reflexionasen sobre una figura que, aunque aparecía en la Constitución (como otras tantas instituciones), carecía de tradición en la historia política reciente.
Pero también, transcurridos los años, ha pretendido acercar la figura del rey, más allá del discurso de Nochebuena y de las páginas de la revista Hola.
Por los mismos años se podría haber organizado también un concurso igual: ¿Qué es un sindicato para ti? Por entonces, es posible que la mayoría de los españoles hubiese tenido una respuesta incluso positiva.
Desmanteladas las grandes industrias y deslocalizadas las grandes empresas, los sindicatos fueron perdiendo ese aire mítico de otros tiempos que les confería el artículo 7 de la Constitución Española como representantes de un derecho (el de sindicarse libremente) recién adquirido.
Las sucesivas crisis económicas y el paro desbocado les dieron la oportunidad de mostrarse útiles dando la cara no sólo por quienes conservaban su puesto de trabajo, sino por los millones que lo iban perdiendo. Esa oportunidad, una y otra vez, la han desaprovechado.
Dóciles con los gobiernos del PSOE y combativos con los del PP, se han manifestado sólo cuando la izquierda lo ha dicho, y han permanecido mudos cuando esa misma izquierda llevaba al país al desastre.
Y mientras empeoraba la situación de los trabajadores, la suya mejoraba cada vez más a golpe de subvenciones (la última, de 13.883.890 euros, del ministerio de Yolanda Díaz) y del uso fraudulento de esos fondos.
No hay corrupción buena. Pero gastarse durante décadas el dinero de los parados de Andalucía o de Madrid, o el de la reconversión de la minería asturiana (por poner sólo tres ejemplos), y hacerlo en nombre de la lucha obrera y cantando lo de la famélica legión, ha sido y es bastante feo.
Hoy, los sindicatos (al menos los actuales) son un lujo que no tengo claro que debamos o queramos seguir permitiéndonos.
La vida laboral de sus máximos dirigentes es un folio en blanco. La condición de liberado es una anacrónica canonjía (en algunos casos hereditaria) que asegura no pegar un palo al agua en toda la vida. En cuanto a su imagen, va unida indisolublemente a los prostíbulos, las mariscadas y el lujo hortera.
¿Las causas que les mueven? Si hablamos de la reforma laboral, lo único que les importa es no perder su posición de intermediarios entre los patronos y los trabajadores, aunque la empresa no sea más que un empresario/trabajador y cuatro empleados capaces de llegar a un acuerdo por su cuenta.
¿La pobreza energética? ¿La inflación? ¿El paro juvenil? ¿Los mayores de 45 años? ¿La situación que quedará cuando se resuelvan los ERTE de empresas que de facto ya no existen?
Todo eso importa poco a una casta que vive de nuestros impuestos, a la que no hemos elegido y que, en la práctica, no actúa como representante en la calle de los trabajadores, sino sólo de los partidos de izquierdas. En suma, de quien les alimenta.
Son la voz de su amo y no la de los trabajadores. Para lo que sí consideran necesario salir a la calle es para ponerse del lado de los presos etarras y no de sus víctimas (aunque fuesen sindicalistas). O para unirse a la derecha extrema catalana y reprimir a las familias que exigen que se haga efectivo su derecho a un 25% de las clases en español.
Porque, ¿saben?, la inmersión en catalán ha permitido a la clase trabajadora (por supuesto charnega y por supuesto castellanohablante) tener la oportunidad de acceder gratis a una lengua de prestigio (la de los patronos) como es el catalán. Y eso, además de tener que agradecerlo, está por encima de cualquier derecho.
¿Cuánto cuesta un sindicato? Difícil saberlo.
¿Para qué sirve? Para nada.