Entre una cosa y otra, no he tenido tiempo de pensar ni listar mis propósitos para el nuevo año. Y bien que me alegro. El socorrido asunto de los propósitos no deja de ser una triste pejiguera. Por lo general, y por la herencia católica, la gente se plantea sus propósitos desde la conciencia culpable de todo lo que hace mal, desde la congoja provocada por la asunción taciturna de sus delitos y faltas.
Los propósitos tienen que ver con la madre de todos ellos, el confesional propósito de enmienda, que implica el reconocimiento de la infracción, del vicio o de la imperfección y lleva aparejado el lúgubre arrepentimiento. Bueno, sí, puede ser aconsejable detectar el defecto y la mancha, arrepentirse de los deslices y malos actos, no digo que no, querer mejorar y superarse, vaya que sí, tener el deseo y la voluntad de un más óptimo desempeño para con uno mismo y con los demás. Amén.
Tan plausible intención suele abordarse desde la culpabilidad tenebrosa, desde el sentimiento de que su puesta a punto supondrá un desasosegante combate que, ya de antemano, casi uno da por perdido. Por eso la broma consiste en decir que los propósitos del día 1, debido a su carga mortificante, habrán sido abandonados el día 15.
Tuve un amigo que, sabedor de esta zozobra, y para evitar el fracaso y los desconsuelos del incumplimiento, solía decir por estas fechas: este año tengo el propósito de fumar más que nunca, de beber más que nunca y de hacer menos ejercicio que nunca. Le daba la vuelta a la cosa.
Y la cosa es que los propósitos de enero rara vez apuntan a la alegría y al disfrute (al menos en primer término), a un mayor placer y gozo sino a un calvario de esfuerzos, penalidades y renuncias. Por eso se suelen ir al garete más pronto que tarde.
Hay ahora también una versión laica que consiste en inventariar objetivos y retos, a ver si cuela. Otra martingala, muy comprada por emprendedores neoliberales y muy divulgada por la peste de los libros de autoayuda. El caso es tener al personal en tensión, no dejar vivir en paz, poner a la gente a correr en vez de a pasear.
Y de pasear se trata. La vida hay que pasearla, que bastantes problemas da. La actitud del paseante, eso sí (no recuerdo ahora si era Robert Louis Stevenson quien lo decía en su librito sobre el paseo), debe ser curiosa, despierta e inteligente, una actitud y una aptitud capaces de interesarse por lo bueno y bonito que sale al encuentro y de rehuir lo malo, lo feo y lo inapropiado. Con eso basta. Y sobra.
Así pues, entre una cosa y otra, he empezado el año sin propósitos, pero con muchas ganas de pasarlo y pasearlo bien. Apuesto doble contra sencillo a que esa disposición me dará mejores resultados que empezar abrumado por arrepentimientos, propósitos y enmiendas. En vez de los dichosos propósitos, los propósitos dichosos. Y, si no, pues nada, oye.