En estos días en los que, como cada año, se acentúa la tradicional sobrecarga y concentración de premios cinematográficos, he leído una estupenda novedad literaria, El señor Wilder y yo, del británico Jonathan Coe, quien suele mezclar felizmente el humor, la hondura del análisis y la calidad de la escritura.
El señor del título es Billy Wilder, visto en el trance crepuscular de rodar en Grecia y Alemania Fedora (1978), una gran e imperfecta película que, como estaba cantado, marcó el inevitable final de su deslumbrante carrera, cuando los nuevos usos de Hollywood le habían dejado ya en la estacada y no dejaban espacio para un drama que, en cierto modo, prolongaba su discurso de El crepúsculo de los dioses (1950).
El yo narrador corresponde a Calista Frangopolou, una compositora de bandas sonoras en crisis profesional y familiar, que desde su presente londinense rememora su inesperada intimidad laboral con Wilder, cuando era una jovencita, durante el rodaje de Fedora. Con la matizada y sensible voz de Calista, Coe construye, al margen del cine, otra magnífica historia sobre el tránsito a la madurez de una mujer, el amor e, incluso, los terribles ecos de la historia de Europa.
Pero, ateniéndonos al cine, Coe, con copiosa documentación diluida en su trama, compone un extraordinario retrato personal de Billy Wilder, de sus lados luminosos y oscuros, que hará disfrutar a los cinéfilos y también a los lectores exigentes.
En consonancia con la generalmente frustrante presencia en Hollywood de grandes escritores norteamericanos, durante el periodo clásico y antes, hubo en su día un montón de buenas novelas sobre el mundo del cine, pero el subgénero, por así decirlo, ha decaído en las últimas décadas.
No obstante, y recientemente, he leído dos novelas muy distintas, ambas en Acantilado, igualmente recomendables: un rescate, Genio (1962), del estadounidense Patrick Dennis, un vertiginoso y lisérgico disparate cómico sobre las locas aventuras en México de un guionista y un director a cual más extravagante, y otra, actual, Que no te quiten la corona (2017), del francés Yannick Haenel, por momentos demasiado ambiciosa, sobre un escritor que pretende que el todavía vivo Michael Cimino lleve a la pantalla, como buen perdedor, su inusitado guion sobre la vida de Herman Melville.
El señor Wilder y yo tiene varios pasajes memorables, pero me quedo, por su resonancia en estos momentos, con cuatro páginas en las que, de una tacada, Jonathan Coe refleja la aversión que Wilder tenía a la intelectualización europea del cine (siempre se sintió un hombre del negocio y de la industria del entretenimiento, a veces con altanera y deliberada cazurrería) y las anticipadas miserias de un periodismo barato y mal formado.
Wilder concede en Corfú, en un parón de su rodaje, entrevistas a la prensa local griega. Un joven barbudo le pregunta si con su película El héroe solitario, sobre el aviador Charles Lindberg y su inaugural vuelo trasatlántico, quiso analizar el fascismo americano, si el héroe machista escondía tendencias homosexuales y si el avión de la película simbolizaba un pene.
La escena es muy divertida. Wilder no sale de su asombro, contesta con irónico estupor y, cuando averigua que el periodista no ha visto ninguna película suya salvo El héroe solitario (1957), que ya tiene veinte años y que personalmente aborrece, lo manda a paseo. ¡El siguiente!
La siguiente resulta ser una periodista madura y muy segura de sí misma, quien después de hacer una introducción muy favorable y enciclopédica sobre el cine del maestro, le pregunta por su opinión sobre el tráfico en la ciudad y la posible conveniencia de redirigirlo. Coe cuenta cómo Wilder, en ese momento uno de los más grandes cineastas vivos de la historia, sacude pensativo la ceniza de su purito sobre el cenicero.
Y aquí Coe acaba la escena, y en fantástica elipsis, da todo a entender. Le imito.