“Me aburro en esta pocilga”, dejó escrito el actor George Sanders en su nota de suicidio en un hotel de Barcelona. “He empezado a oír voces”, avisó Virginia Woolf antes de llenar los bolsillos de su abrigo de piedras y lanzarse al río. “Relájate, no te va a doler”: así se despidió del mundo Hunter S. Thompson. “Sois todos unos falsos”, garabateó Oksana Shachko, fundadora de Femen, minutos antes de matarse. El actor Luis Cuenca, a punto de fallecer en la cama de un hospital, enunció: “Nos vamos a la mierda”. Después murió y ya, sin espectacularidades. Siempre es así: sucede y adiós, nunca hay trompetas ni tambores redoblando. Esta última frase de fin de fiesta, con su plural mayestático, me hizo sonreír. Me interesan las despedidas. Nosotros somos de los que nos marchamos haciendo ruido.
Pensé que con el estallido de la guerra, a Pablo Casado no le van a dar ni la oportunidad de despedirse con poderío: qué lenta esta agonía, este ir deshilachándose por días, este desmembramiento del viejo ego en un cuerpo tan joven. Sus antecesores, Rajoy y Aznar, estuvieron 14 años al frente de los populares. Cuando él se desintegre tras el congreso extraordinario de abril, soplará apenas tres años y ocho meses de liderazgo. Pura fantasmagoría.
Lo que más me ha escamado de este despiece del pobre Casado, un tipo afable sin ningún talento conocido a este lado del Guadalquivir, son las simpatías que ha despertado súbitamente entre los que le despreciaban ahora que le han visto con el cuello roto. ¿Esto es empatía o es sadismo? Parece que vulnerables estamos más monos, parece que es más fácil querer al gato que al guepardo: parece que se nos adora más fluido cuando nos cuesta elevar la voz para decir “esta boca es mía”, para decir “no”, para decir “basta”, para decir “que te jodan, ahí te quedas”.
Sé débil y te querrán, esa parece la enseñanza que nos insuflan. Se me antoja un precio demasiado alto a pagar por el amor de los otros. Yo prefiero ser fuerte y dejar lo del afecto de la grada a gusto del consumidor, como cantaba Sabina: si quieres quererme, voy a dejarme querer; si quieres odiarme, no me tengas piedad. Siempre es mejor que te tengan asco a que te tengan lástima. Siempre es mejor que te tengan cualquier cosa a que te tengan lástima. La lástima de los otros es el escalafón más bajo de la propia dignidad. Sólo hay un amor más importante que el del resto: el propio.
Pablo Casado ha tenido que perderlo todo, absolutamente todo, para ser mirado con compasión, y eso me parece harto injusto, algo propio de una sociedad de alimañas que sólo nos respeta cuando se sabe más poderosa que nosotros. El peaje está claro y es cristiano, como a él le gusta: el vía crucis te llevará a la salvación, aunque sea despeñando, aunque sea con estigmas en las manos.
Tiene sentido este delirio en un mundo donde lo mejor que se puede ser, es víctima. No es tiempo de aupar al héroe sino al damnificado. Lo cuenta con extraordinaria exactitud Daniele Giglioli en su ensayito Crítica a la víctima: “La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generado de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia mas allá de toda duda razonable”.
Léase con ironía: “¿Cómo podría la víctima ser culpable o responsable de algo? La víctima no ha hecho, le han hecho. No actúa, padece. No somos lo que hacemos, sino lo que hemos padecido, lo que nos han quitado”.
Detesto este nuevo sentir. Era verdad que nos vamos a la mierda.