Tras el enfrentamiento de los ejércitos, del tumulto de los ucranianos perseguidos, de los fogonazos en mitad de las noches de bombardeos, de la sangre que corre, del apaleamiento de los pacifistas moscovitas, en definitiva, tras la guerra, se enfrentan dos figuras de Europa.
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Por un lado, Vladímir Putin.
Su arrogancia.
Sus maniobras de mal jugador de ajedrez aprendidas en la escuela de fuego del KGB.
Sus visos de Nerón, dispuesto a que Roma arda para que su imperio siga vivo.
Su extraña inhumanidad, que a veces parece rayar en locura.
Este hombre con cara pétrea que lo único que controla son sus expresiones y ya no tiene dominio alguno sobre sus pensamientos.
El rostro de un mujik convertido en boyardo, flotando entre el incienso de sus popes, pero azuzado por la misma locura que vimos en la película de Serguéi Eisenstein sobre el rostro gélido de Iván el Terrible.
Comenzó su carrera cortándoles las pelotas a los chechenos.
Luego prosiguió su andadura como asesino, liquidando a sus oponentes hasta llegar a las escaleras del Kremlin.
Y aquí está, petrificado como un zar o, mejor dicho, convencido de que zar significa César, de que su Rusia es la nueva Roma, y de que su Reich, si no cae entre ruinas y sangre, también durará mil años.
Este hombre ha abierto una atávica caja de Pandora. La de la superpotencia rusa, implacable e inmensa. La de la fuerza bruta y sus legiones triunfantes. Ha recuperado el viejo mito pagano del “viva la muerte” que triunfó en los aspavientos apocalípticos de Adolf Hitler y, en su versión eslava, en la locura asesina de Stalin.
Miro a Putin. Lo leo. Leo a sus ideólogos. Y las pruebas están ahí.
Europa, según él, es Eurasia contra Occidente. Los cosacos contra los caballeros. Los eslavos contra los alemanes. Y entre ellos, en medio de esta guerra de razas y territorios, al final de este enfrentamiento que él mismo ha deseado, lo que se encuentra es la perspectiva de la aniquilación.
Según las últimas noticias, parece que lanzará la amenaza definitiva
Enunciará lo inefable, sobre lo que se ha construido Europa.
Ya no es Kim Jong-un, ese farsante demasiado voluminoso con su dedo regordete.
Sino que, sobre el botón nuclear pende un dedo huesudo, duro y decidido, el dedo del odio, no solo hacia Europa, sino hacia el mundo entero.
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Y luego, frente a él, hay un hombre menudo pero grande que, salvo por un par de letras, tiene un nombre ruso y se llama Volodymyr Zelenski.
Como todo el mundo, yo también le había tomado por un payaso, un actor, el triunfo nihilista del espectáculo.
Luego, al verlo con tanta dignidad en su calvario, pensé que era un Salvador Allende esperando a los escuadrones de la muerte en su Palacio de la Moneda de Kiev.
Pero no.
Era Winston Churchill caminando a zancadas con la cabeza descubierta por las barriadas de Londres en los días del blitz.
La tragedia nos ha revelado que es un líder de guerra y de Estado, soberano y tranquilo, indiferente a las amenazas del asesino que lo ha puesto en el primer puesto de su lista negra.
Entre los suyos, es el muchacho de Kiev, enclenque y recio, frágil y decidido. Un hombre que el He-Man del Kremlin pensó que, como mucho, le daría un mordisco. Pero que puede ser el artífice de su derrota.
Y es el pequeño judío de Krivoi Rog, del óblast de Dnipro, la tierra de la Shoah por balas, quien ha encontrado, frente a un Putin embriagado por la droga del poder descarnado, por el avance de los engranajes y los ejes de sus tanques y por el éxtasis de sus misiles, la fuerza y el humor para contrarrestar su acción con vídeos sutiles, dejados como botellas en el mar o, mejor aún, arrojados al tsunami.
Ha sido él quien le ha respondido a Joe Biden, que le ofrecía sacarlo del país, un ya memorable: “No necesitamos taxis, necesitamos munición”.
Este hombre es la otra imagen de Europa.
Es la Europa del humor y la inteligencia.
Es la Europa que se ríe y se niega a olvidar.
Es la Europa que no existiría sin la sonrisa de Isaac Bashevis Singer, la risa de Rabelais y de Cervantes, la dulce locura de Erasmo y la sabiduría mordaz de Kafka.
Es la Europa del espíritu. De la resistencia con las armas y con la razón. Es la Europa que, al bárbaro con casco le opone el intelectual de café (o aunque sea un local de espectáculos). Es Europa la que, ante la sima de los siglos, las valquirias, las pesadillas de los poseídos, ha respondido siempre con los héroes frágiles del pensamiento, nerviosos y delgados como Wittgenstein, esquivos como Musil, generosos como el niño griego de Victor Hugo que exige pólvora y balas. Y geniales, también, como los personajes de Tolstoi y Shostakovich, Chéjov y Mandelstam.
Creíamos que esta Europa estaba perdida, que había quedado olvidada entre las vergüenzas y el servilismo que desesperaban a la princesa que nació de Agénor y Telefasa.
Y aquí está, resurgiendo del limbo.
Y lo hace por la gracia de esta metamorfosis que ha hecho que un hombre esté a la altura de las circunstancias. Un hombre que, cuando lo conocí, soñaba con hacer reír a Putin.
Putin no se ríe. Pero él, Zelenski, se ha convertido en un Grande de Europa. Entre ambos, queda una lucha a muerte entre civilización y salvajismo.