Al principio fue el Mito. El día, la noche, los vientos, la lluvia, las estaciones, las cosechas, la vida, la muerte, la enfermedad. ¿Cómo explicar todo eso?
El Hombre, enfrentado a una realidad que no entiende pero de la que depende, busca una interpretación que de algún modo le reconforte.
Necesita comprender porque eso es consustancial al ser humano, y porque le va la supervivencia en ello.
Esa respuesta cree hallarla en un mundo sobrenatural poblado por dioses y héroes.
A través de sus hazañas, historias, enfrentamientos, viajes, da sentido a lo que le rodea y a su propia existencia. No importa en qué lugar se halle ni el nombre que dé a esos seres prodigiosos, a veces volubles, otras crueles, con los que se comunica a menudo a través de intermediarios y a los que (por si acaso) intenta aplacar con sacrificios y ofrendas, o a los que eleva sus plegarias.
Pero en el s.VI a. C., en un lugar bendecido por los dioses, en la Grecia Oriental, en las islas de la costa sur de la actual Turquía, se produjo el milagro: el Mito se transformó en Logos. De la explicación mitológica y fantástica a la racional. Nació la Filosofía.
Primero fue preguntarse por el Cosmos, empezando por su origen y por su razón de ser. Luego fue explicarlo y describirlo. Después le llegó el turno al Hombre, su esencia primera, su alma, el sentido de su existencia. Por último, los principios que debían regir la vida de ese Hombre en sociedad.
Los ecos de aquella primera explosión se fueron repitiendo a través de los siglos, y aunque las respuestas fueron cambiando, las preguntas casi siempre fueron las mismas.
Entender, cuestionar, ese fue el principio y ese es el origen del conocimiento. Ese que (que si queremos) nos hace libres.
Justo lo contrario ocurre cuando la pregunta es sustituida por la doctrina. Y eso es exactamente lo que se aprobó el martes con el real decreto del currículo de la ESO, del que (entre otras cuestiones) desaparece la Filosofía.
A cambio se enseñan las “semejanzas y diferencias de los animales como seres sintientes con los seres vivos no sintientes”, “la memoria democrática”, “la ética de los cuidados”, “el ecofeminismo” o “los derechos LGTBI+”.
Pero no para que los estudiantes reflexionen sobre esos conceptos y mucho menos para que los cuestionen, sino para que los hagan suyos, para imponerles una visión política y antropológica que, casualmente, coincide con la de los que nos gobiernan.
Pero, aunque quisieran poner en duda ese conjunto de dogmas, ¿qué herramientas les dan para hacerlo? Ninguna.
Se sustituye el conocimiento por el sentimiento y, en el mismo sumidero al que se lanza la Filosofía, se deja caer el espíritu crítico y la capacidad de argumentar desde la razón y no sólo desde la emoción.
Los alumnos acabarán la enseñanza obligatoria ignorando que hubo un tiempo en que se hicieron preguntas y que hubo muchas maneras de darles respuesta. Y cuando lleguen al Bachillerato, ya no habrá vuelta atrás. En cuanto a la universidad, no será más que la última fase de este kindergarten sin exigencia, sin excelencia y sin saber.