Hoy debo confesar algo de lo que me siento orgullosa. No es nada del otro mundo, pero lo hago saber por si a otros les sirve de ejemplo. Últimamente, he conocido a varias chicas ucranianas. Yo las llamo "las chicas de las galletas". Son refugiadas de una guerra infame que está masacrando a muchos de sus compatriotas.
Una guerra infame, repito. En realidad, todas las guerras son infames. Pero esta más, porque su visibilidad alcanza cotas mayores. La guerra de Ucrania abre todos los noticiarios del mundo día sí y día también. Sus muertos, que son los muertos de Vladímir Putin, siembran el camino con la cabeza hundida en la tierra, como intentando no ser reconocidos.
Odio esta puta guerra. Las ciudades que antes nos deslumbraban ahora despiden hedor de muerte. Los edificios que hace nada tenían una presencia majestuosa ya no parecen los mismos tras el paso de los misiles y las bombas. Por la fachada principal asciende una nube negra que recuerda el infierno.
Los primeros días de la invasión rusa fueron insoportables. Las escenas de niños y ancianos hilvanando el arcén de la carretera con aspecto cansado nos llenaban los ojos de lágrimas. Ahora que la muerte se ha convertido en protagonista absoluta de la guerra, el dolor es más pavoroso que nunca.
Los muertos de la primera hornada tardaron mucho en ser enterrados. Unos recibieron sepultura en los parques públicos. A otros los arrojaron a las zanjas sin un mísero responso. Los hombres que habían superado la edad de alistarse huyeron hacia los pasos fronterizos y encontraron refugio en Polonia, Alemania, Rumanía o España.
La elección de nuestro país venía determinada por diversos factores. Entre ellos, el elevado número de ucranianos que viven en España desde 2014, cuando Putin barrió Crimea. Otro factor a tener en cuenta es el alto nivel de español (o de castellano) que hablan muchos ucranianos. Especialmente, los jóvenes.
Desde que empezó la guerra, Madrid se pobló de mujeres ucranianas que se dedicaban a elaborar galletas por las casas. Estas refugiadas se dejaron acoger por españoles solidarios o por parientes ucranianos que llevaban bastantes años con nosotros.
Un día, mientras tomaba café en la casa de una maestra repostera que estaba al frente de un grupo de ucranianas, sonó el timbre y apareció una mujer con varios encargos de galletas para un colegio. "Me llamo María", dijo. Tenía un hablar tan correcto y alegre que no pude reprimirme y salté: "¡Qué bien habláis las ucranianas!".
María se me quedó mirando con la sonrisa en los ojos y respondió:
–No soy ucraniana. Soy saharaui y también ayudo. Participo en la operación de las galletas.
Me acordé entonces de cuando los españoles ayudábamos a los saharauis en los campamentos de Tinduf, hace más de cuarenta años. Ahora son las saharauis las que tienden la mano a las ucranianas.
Ahora vienen todas con el idioma aprendido. Y las que no lo saben reciben lecciones de las maestras reposteras. Entre galleta y galleta, un adjetivo, un verbo, un predicado. Las españolas dirigen a las ucranianas por el camino de la repostería y el arte, pero también les indican la senda de Instagram. Es un exitazo.
Estas chicas son tan listas que hasta les han puesto nombre a las galletas. Se llaman las galletas cookranianas y ya las conoce medio Madrid.
Desde que se formó el primer grupo hasta hoy, las ucranianas han crecido y se han multiplicado. Y las galletas también. Las profesoras españolas ponen las cocinas, los materiales, los ingredientes y los delantales impolutos. El final es la red de ventas. Con dos paquetes de galletas, a la chica ucraniana le alcanza para comprase el bonobús, la leche, las naranjas de zumo y, si hay suerte, unas zapatillas deportivas.
Hay que vender muchas galletas para alcanzar un modus vivendi decente. Menos mal que donde no llegan las galletas llega la solidaridad.