Se preguntaba el otro día un periodista que por qué le habían dedicado tantos artículos a Éric Zemmour, con lo mal que le ha ido, y tan pocos a Jean-Luc Mélenchon, a quien le ha ido mucho menos mal.
Quizás sea, simplemente, porque la función del periodista no es la misma que la del publicista o la del pitoniso, y que el fenómeno Zemmour parecía entonces mucho más interesante que el de Mélenchon. Quizás sea por la novedad de Zemmour, por el miedo que da la derecha o por la suma de las dos cosas y del insaciable afán de click del periodismo contemporáneo. Será, en definitiva, porque el miedo vende y porque la derecha da más susto que la izquierda.
Ese es el consenso democrático del que hablaba Eduardo Madina.
Violencia intrafamiliar: pegan un puñetazo a tu cuñado en la cena de Nochebuena
— Hoy por Hoy (@HoyPorHoy) April 12, 2022
Violencia machista: ataque a los derechos humanos que sufren solo las mujeres por el hecho de serlo cuando se desvían de unos supuestos roles para algunos hombres
Esto de @EduMadina en #ElAbierto pic.twitter.com/uDocrb02LZ
Ese equilibrio de sustos y silencios por el que se interrogaba el periodismo, tarde como siempre, con el pescado ya vendido, y que determina que en el consenso democrático de Francia, por ejemplo, cabe perfectamente Mélenchon, pas de panique, pero no caben ni Zemmour, ni Marine Le Pen, ni esa pobre y ordenada derechosa que anda ahora pidiendo limosna para pagarse la campaña.
Es un consenso democrático en el que, en España, caben perfectamente Podemos y EH Bildu pero donde no caben, por supuesto, ni Vox ni, parece ser, el PP. Es el consenso que exige que usemos muy fuerte nuestro sentido crítico para llegar, cada uno por su lado de la acera, al mismo y socialdemocrático punto.
Claro que se puede ser de derechas, siempre que se hable, como exigía Jordi Évole, de PA-TRI-AR-CA-DO. Por supuesto que se puede ser del PP, concede Madina, siempre que se distinga muy claramente entre violencia intrafamiliar y violencia machista. Y que se crea o se finja creer que la violencia machista es la que se ejerce contra todas las mujeres por el simple hecho de ser mujeres, o que se ejerce sólo contra algunas por no querer quedarse en la cocina, o por dos o tres contradicciones más que ahora no recuerdo.
Y hay que diferenciar también y muy a las claras entre violencia simbólica, psicológica y material. Y que hay que darle valor a esa violencia, que es algo que tampoco sé lo que quiere decir, pero que seguro que también es importantísimo e incuestionable.
No hace falta entrar ahora a discutir sobre la conveniencia o la necesidad de diferenciar entre violencia machista o intrafamiliar. Ni siquiera hace falta ponerse a imaginar qué lugar ocupaban el PSOE y España misma en este consenso democrático hace, pongamos, diez años, cuando perder el tiempo en estos tecnicismos moralistas hubiese merecido una sonora risotada de muchos de los demócratas que ahora los perpetran con tanta seriedad.
Sabemos perfectamente que "consenso democrático" es lo que dicten el PSOE y sus voceros en cada momento, así que tampoco tendría sentido recordar aquí los consensos que han roto ellos en nombre del progreso, de la justicia social o incluso de la nada, en medio de ese atronador silencio impuesto por la voluntad y conveniencia del presidente Pedro Sánchez, y que van desde EH Bildu hasta el Sáhara pasando por la presunción de independencia de la justicia.
Tampoco hace falta recordar lo que hacían y decían estos pobres insomnes por culpa de la extrema derecha cuando aparecieron los populistas quincemesinos con sus laclaus y sus mouffes bajo el brazo. Lo interesantes y sugerentes y lo inteligentes y necesarios que les parecían entonces los debates cuestionándolo todo, la democracia liberal y el régimen del 78 y la OTAN y las drogas y la propiedad privada de los medios de comunicación y etcétera que esos jóvenes académicos engagés ponían sobre la mesa.
Y cómo tuvo que llegar Vox para que se les congelase el rictus e incluso las ideas y el gusto por la pluralidad democrática y por la vivacidad del debate público a estos sesudos politólogos.
Ahora mandan ellos y ahora toca consenso democrático. Y aquí, como en Francia, como en tantas otras de estas presuntamente moribundas democracias que tanto nos preocupan, la pregunta urgente es a cuánta gente, a qué porcentaje del electorado puede dejarse fuera del consenso democrático sin que deje de ser consenso o deje de ser democrático.
¿Podría ser que en Francia sólo el 23% del electorado esté dentro del consenso democrático? ¿Podría ser que en España no llegase ya al 50%? ¿Y qué habría que hacer entonces? ¿Llorar más fuerte? ¿Poner cara todavía más seria y más deeply concerned?
Romper algunos consensos, incluso consensos muy democráticos, es exactamente el papel que las democracias liberales reservan a los partidos y tertulianos de la oposición. Porque en una democracia el consenso no es nunca un fin en sí mismo. El consenso es, en el mejor de los casos, un premio a la libre discusión.
Y, en el peor, como el de Madina, es sólo la excusa para intentar acabar con el disenso. Para tratar de cerrar, siempre en falso, la discusión libre y auténticamente democrática.