La primera vez que admiré a un hombre extraño, a un hombre ajeno a mi hogar, recuerdo, fue a Juan Diego -me encanta que no necesite apellidos para ser reconocible-, que ha fallecido esta semana. Yo tenía once años y estrenaron en televisión la miniserie Padre Coraje, dirigida por Benito Zambrano. En Andalucía, sobre todo, nos reventó el corazón aquella historia cañí, sórdida, desgarradora, palpitante como una víscera, trágica y valerosa, sin posibilidad de milagro, que nos tocaba tan de cerca. La angustia fue vecinal.
La crueldad nos resultó inexplicable. Como ustedes saben, la ficción estaba basada en el caso real del asesinato de un chaval llamado Juan Holgado, de 27 años, que curraba de noche en una gasolinera perdida de Jerez de la Frontera. Unos hijos de puta se lo cargaron con tanta inquina que se pensó, al principio, que podía haber razones más profundas que las del mero robo. No las había. Qué va. 33 puñaladas. Y unas sucias pesetas. La vida a veces es irrespirable como el cuarto de la escoba.
No había visto en ninguna pantalla, nunca, y tampoco en mi pequeña vida auténtica, una mirada descosida como la de Juan Diego en aquel papel. Me conmocionó. Me llenó de espanto. Le pregunté a mi madre muchas veces si él era el padre real, porque no podía ser de otra manera, porque ese varón tenía los siete males del mundo tatuados en las grietas de la cara, porque llevaba un fantasma enganchado a la chepa, porque a cada paso me dolía su dolor, su devastador metateatro haciéndose pasar por un yonqui del barrio de San Benito para esclarecer la verdad. El cuerpo enjuto de Juan Diego, su pavorosa dignidad, me revolvía las tripas.
Y yo aún siento que fue él, aunque no fue, el hombre que llegó a hacerse respetar en los suburbios más bajos y dementes y navajeros, el que llegó a hacerse compadre de los asesinos de su hijo, tragándose la baba verde, racionalizando la venganza, que prefería judicial -aunque no fuese así porque no le aceptaron las escuchas por ser ilegales-.
Qué incomprensible para una niña aquel desenlace. Luego estudias Derecho y entiendes algo más del asunto, pero la deuda con aquella familia nunca se te va, porque resultó que gracias a Juan Diego yo estuve allí y lo vi y nunca pude abrazar al padre al que le sobró coraje y le faltó, qué sé yo, suerte, justicia o sólo códigos penales que tengan garganta y estómago como nosotros mismos y puedan también morirse del asco.
A Juan Diego luego le vi muchas otras veces, en teatros y en películas -ahora pretendo honrarle recurriendo a las que me faltan-, pero para mí siempre fue Padre Coraje, porque aquel héroe andaluz me atravesó el cuerpito infante. Fue el mejor de los bandoleros. El más fuerte y sensible de los patriarcas del sur. Qué bueno que le prestó su anatomía, su ferocidad, su fragilidad, su gravedad, su misericordia. Su voz. Única. Su andaluz tan hondo, sin mentiras, sin corsés.
Le quise tanto en la distancia que le perdoné aquel despotismo tan exacto, tan perfecto, del señorito Iván en Los Santos Inocentes. Qué belleza, en verdad, que un actor tan comprometido políticamente contra los abusos del fuerte supiese encarnar con tan talentoso realismo al pequeño y al gran tirano, como a Franco en Dragon Rapide. Eso quiere decir que les comprendía. Les comprendía sin dejar de despreciarles. Eso quiere decir que Juan Diego sabía del ser humano. Y que tenía la inteligencia bestial de no ignorar o reducir o simplificar a brocha gorda lo que no le gustaba que existiese. El mal es complejo y merece ser estudiado. Él se acunó en sus faldas negras y pudo ser todos los hombres.
Creo que la última vez que le vi en persona fue en 2015, en el concierto que montó la izquierda cultural madrileña para apoyar la candidatura de Luis García Montero por IU: fue emocionante e infértil, en fin, vistos los resultados de las elecciones, insignificantes hasta la desaparición. Yo estaba cubriéndolo, era becaria en El Mundo. Juan Diego apareció en el escenario para recitar el poema Nueve monstruos, de César Vallejo. “Y, desgraciadamente, el dolor crece en el mundo a cada rato, crece a treinta minutos por segundo, paso a paso, y la naturaleza del dolor es el dolor dos veces”. Después de eso empecé a leer a Vallejo. “Crece la desdicha, hermanos hombres, más pronto que la máquina, a diez máquinas…”.
Y era cierto que crece, que sigue creciendo en estos instantes, mientras escribo estas palabras, pero es elocuente que a Juan Diego no le diese miedo el dolor, porque de alguna manera esotérica ya lo llevaba escrito en la cara, en ese gesto severo, sin concesiones, no triste, pero sí herido, resistente en un mundo raro, febrilmente autoconsciente. Se metió en todos los fregados políticos y jamás le hizo cambiar de idea la posibilidad de perder un duro en el oficio por esa razón. Hoy todos le respetan, ¿cuánto vale eso?, ¿qué capital será ese? Qué rojo, Juan Diego, qué rojazo tan cabal, qué rojísimo nos dejaste el corazón. Descansa en paz allá donde quieras.