Allá por la década de los 80, una idea fuerza comenzaba a surgir entre el catalanismo. Todavía débil y ceñido a las venturas de una democracia recién nacida, fiaba su futuro a la ilusión de una Generalitat fuerte, depositaria de una tradición política que había sobrevivido a la dictadura.
Un casi desconocido Jordi Pujol despachaba en el restablecido Palau desde 1980, primeras elecciones autonómicas. Su triunfo ante la histórica ERC (que lideraba entonces el xenófobo Heribert Barrera), cimentado junto a la gran patronal catalana, había sorprendido a esos románticos de una nación sometida al yugo español.
Lo que seguramente no sabían ni imaginaban es que el menudo president tenía sus planes respecto a todo y respecto a todos. Incluidos comunistas, terroristas y demás frikis de la utopía catalana, fuera esta una república de aires medievales o un sóviet cuatribarrado.
No dejó puntada sin hilo. Elaboró el Plan 2000, que sentaba las bases para la construcción de una Cataluña nación, primero, y una Cataluña Estado, más tarde.
La idea fuerza del catalanismo efervescente era la lengua única. A diferencia del vasco, marcado por los sueños étnicos de Sabino Arana, el nacionalismo catalán se había desarrollado cien años atrás bajo los postulados de Prat de la Riba. Este señor, sin el cual no puede entenderse a Pujol, fijó el sueño nacional sobre la base de la cultura, de la lengua catalana como estandarte político.
Así, el programa de ingeniería social pujolista recogía ese acervo para edificar una Cataluña lo más compacta posible, culturalmente unificada. La "normalización lingüística" se excusaba en los años de represión franquista, ya relativa en la década de los 60 y 70, cuando se edita bastante obra en catalán y se funda Òmnium Cultural (1961).
Su propósito real era hacer desaparecer el español de las aulas y, a ser posible, de los hábitos diarios de la vida pública e, incluso, de la privada. El sometimiento educativo de la sociedad catalana, bilingüe, ha sido ejemplar pero también muy natural. Es decir, no se ha producido apenas resistencia respecto a la estigmatización de la lengua común en las escuelas e instituciones y, sin embargo, se ha continuado hablando en casa, en el mercado o en el bar tanto el español como el catalán.
Un bilingüismo, decía, tan natural como histórico. Tan auténtico. Sorprende, pues, que tras muchos años de legislar y publicitar el sueño de la lengua única (y el ingente parné derrochado), no tengamos al anhelado ejército de buenos catalanes monolingües. Incluso podríamos detectar, desde la chaladura del procés, una especie de abandono a los brazos del español, quizás indisciplina ante la desmesurada politización del catalán.
Si el viejo Programa 2000 no ha podido alcanzar todas las metas, sí ha logrado establecer una gigantesca estructura clientelar. Pujol, hábil integrador de minorías, tuvo claro que debía alzar un orden autonómico de características preestatales (preindependencia, se entiende).
Y eso se hizo ganando competencias y llenando Cataluña de funcionarios perfectamente conscientes de quién les pagaba la nómina. De alguna manera, el president tenía tanto de habilidoso negociador como de disimulado autoritario. Alguien que sabía cómo resultar imprescindible, arropado por la gran empresa y reafirmado por un cuerpo de trabajadores públicos cada vez más orondo. Un hombre al que no se le podía discutir mucho y sabía defenderse con mando, como ocurrió en el caso Banca Catalana, en que impuso, amenazante, un temeroso silencio general.
Por supuesto, el asunto de la lengua fue fundamental, un elemento de control social indiscutido hasta ahora. El fracaso del procés devuelve al debate la educación monolingüe, si bien se está luchando por un mísero 25%, que los nacionalistas ven cual diablo sobre ruedas, incluido el quintacolumnista PSC. Han puesto el grito en el cielo e incluso parecen haber burlado la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.
Cuando el Tribunal Constitucional declare contra la artimaña legal de la Generalitat estará presumiblemente gobernando el PP: otra bomba de relojería para los conservadores. Mientras, la afectación nacionalista se siente recompensada. La ilusión de "una lengua, un país" pervive.
Es gracioso, por otra parte, constatar el cinismo de los dirigentes catalanes. Propugnan y amparan el monolingüismo para el pueblo, pero llevan a sus vástagos a colegios privados trilingües, no sea que peligre su porvenir.
Y es que una cosa es el sentimentalismo político, opio del electorado, y otra la custodia del patrimonio familiar, escolti.