Una de las estampas de las elecciones andaluzas nos presenta a un hombre de mediana edad. Está en un aula haciendo cola para votar. Al fondo hay una pizarra y varios dibujos infantiles de encantadores monstruos, enganchados a la pared.
Luego está la cosa democrática: las papeletas, una urna, un presidente siempre muy serio y dos vocales que van apuntando. El hombre, nuestro hombre, espera su momento. No sabemos de sus esperanzas políticas, porque el voto es secreto, excepto cuando es un secreto a voces.
Pero tenemos algunas pistas valiosas. Viste camiseta y pantaloncillo, calza chancletas de baño y porta una sombrilla enrollada y una nevera portátil.
Es decir, es un hombre que vive la democracia con la gravedad de la existencia, cargando todo su peso. Se va o viene de la playa, pero no ceja en el empeño de vislumbrar un futuro y acude a votar, alguien podrá decir que con inocencia, quizás. Si bien el humilde voto nunca es solitario, excepto para Ciudadanos.
La papeleta es como la sombrilla y la nevera, proyecciones de un pensamiento, símbolos establecidos de la vida hispana. Si la sombrilla nos protege del sol y la nevera guarda las bebidas frescas, el voto pasa cuentas y, dependiendo del resultado, anuncia el empeño de renovarse.
Nuestro hombre en chanclas es un Ulises contemporáneo volviendo a Ítaca, aunque todavía no lo reconozcamos. Es el andaluz que ha derrotado a un enemigo común, esa cháchara corrupta con la que pretendían someternos de nuevo.
Es el tipo español que luce las suaves costumbres; el amor romántico y la tragedia y salvación cristianas. La libertad vieja.
[Descubre qué han votado tus vecinos: los resultados de las elecciones andaluzas calle a calle]
Si Pedro Sánchez no ha gobernado diez años, bien parece una deprimente odisea. Todas las trampas imaginables han poblado desde el inicio su mandato. Que no ha expirado, aunque, herido de muerte, se antoja más peligroso.
El varapalo sufrido en Andalucía prevé un futuro sin él y sus socios, la peor banda de caraduras, amigos de la violencia política y alucinados ideológicos. Los más amenazantes: todavía Irene Montero puede continuar con su lunática ingeniería sexual; los independentistas, proscribir definitivamente el español en Cataluña; y Mónica Oltra, ser nombrada embajadora de la infancia.
Incluso a Ada Colau se le puede ocurrir aterrizar en Madrid (ya ha cumplido su misión de cargarse Barcelona) o a Yolanda Díaz prologar las obras completas de Stalin para después explicarnos el gulag como una cosa chulísima.
Andalucía ha señalado un retorno al futuro, el de las soporíferas mayorías absolutas. Vivíamos mejor en el bipartidismo o, al menos, España y sus millones de bolsillos sufrían menos angustias. Eran tiempos en que los jubilados hacían la alineación balompédica, las amas de casa hablaban de la crónica rosa, los jóvenes entendían los textos y la gente en general no era clasificada según sus gustos fornicadores o su apetencia biológica.
En definitiva, nuestro hombre en chancletas nos ha enseñado que la playa no está bajo los adoquines, sino a un ratito en coche o a pie, tras haber votado en una escuela de barrio.
[La fotografía del héroe es de Carlos Barba para El Mundo]