Que España disponga de nada menos que siete plantas de regasificación, un activo costoso, complejo y que acredita, entre otras cosas, la capacidad de ingeniería de nuestro país, resulta tanto más notable cuando se tiene en cuenta que Alemania no posee ninguna, razón por la que su dependencia de los tubos que vienen de Rusia es tan angustiosa.
Que seamos por una vez los españoles, entre todos los europeos, los que hemos probado ser más previsores de cara a una crisis energética como la que se avecina este invierno, podría ser un argumento para aparcar, al menos por una vez, nuestra tendencia a autoflagelarnos.
Las plantas regasificadoras no están exentas de polémica, por su coste, su impacto en el paisaje y, en el caso español, por el hecho de que durante años su capacidad era excesiva para nuestras necesidades, hasta el punto de que la planta de Gijón se debía mantener en parada técnica.
Sin embargo, a la luz de la nueva coyuntura, en la que hemos visto cómo los suministros de gas canalizados se convierten en herramienta de presión (no sólo por parte de Vladímir Putin, sino también por parte de Argelia) se ha puesto de manifiesto su gran valor estratégico, que aumenta si se considera que son instalaciones que no se improvisan.
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Con una regasificadora y una flota de buques metaneros el gas se puede traer de cualquier lugar (donde haya una planta para licuarlo, se entiende) lo que permite tener concurrencia de proveedores y protege frente al chantaje de quienes explotan los gasoductos, que tampoco pueden jugar a la ligera con la baza de cerrar el grifo. Sobre esa premisa, la red de regasificadoras que aporta España se convierte en un activo estratégico de la Unión Europea, cuyo valor debe reivindicarse y también reconocerse.
Un valor que sería mayor aún si la conexión con el resto de Europa a través de Francia, única entrada natural (salvo que se contemple el absurdo de tender gasoductos submarinos que corran paralelos a sus costas), tuviera más capacidad de la que hoy tiene, entre otras cosas por la tradicional resistencia de nuestros vecinos del norte a facilitar los intercambios de energía con la península Ibérica. Más pronto que tarde, si Europa quiere tener en este ámbito una posición menos precaria, esa conexión debería ampliarse, aunque a los franceses no les apetezca.
Tampoco está de más añadir que a estas infraestructuras les quedan aún décadas de vida, incluso si avanza la transición energética, porque hoy por hoy resulta difícil pensar en que las fuentes renovables cubran la demanda sin contar con energías de respaldo, las que ahora aportan el gas y las nucleares.
Tal vez serían cuestiones como esta las que España debería poner sobre la mesa, ahora que algunos de nuestros socios más ricos están en apuros por su dependencia del gas ruso y se nos pide que asumamos solidariamente el peso de los sacrificios que podría ser necesario hacer para pasar el próximo invierno. Con visión de futuro, España puede ser un punto de entrada y una fuente de independencia energética para toda Europa, y no sólo respecto del gas natural, sino de otras fuentes renovables que se desarrollarán en el futuro próximo, como el hidrógeno verde.
Lo que cuesta imaginar es que podamos decirles, a los que en un pasado no tan lejano nos ayudaron cuando estábamos en apuros, a los que financiaron los fondos de desarrollo regional de los que nos servimos en su día y sostienen con su solvencia la deuda europea que nos da acceso a los fondos Next Generation, que si tienen problemas con el gas se fastidien y apechuguen.
Más inteligente sería exigir que se reconozca el valor que tiene lo que aportamos a la Unión, gracias a ese esfuerzo que se hizo cuando, por una vez, fuimos previsores, y que este sirva no para racanear ahora, sino para ser y pesar más en Europa.