Desde La Mareta, que es un palacete concebido por Hussein de Jordania en los años setenta, cabe contemplar el mundo con una visión despejada que no permite la Moncloa en Madrid.
Entre las cuatro paredes de la residencia de Costa Teguise vivió las primeras vacaciones de su vida fuera de su país un estadista que cambió la faz de la historia del siglo XX, Mijaíl Gorbachov. Un icono mediático por dos razones: su peculiar mancha de vino en la frente y aquel par de dogmas reformistas de la vieja URSS, la perestroika y el glásnost.
Sánchez se pasea por las estancias que eminentes estadistas habitaron en períodos que no se parecen a este, pues el tono se ha elevado tanto que, como dice Guterres, secretario general de la ONU, ahora se hacen conjeturas sobre una guerra nuclear como si tal cosa: “La humanidad juega con una pistola cargada”.
Todo invita a un momento de inspiración sobre los riesgos que acechan al mundo cuando el ruso pise la manguera del gas. Otra cosa es que Sánchez tenga a punto los reflejos bajo el efecto de las bombas de la economía por la guerra de Ucrania y el vértigo de gobernar como un funambulista.
Venga antes o después la recesión, el campo de batalla está listo. Ayuso acaba de encender la mecha del primer cañón con la antorcha como si fuera la Estatua de la Libertad de Madrid. El “no nos apagarán” ha sido la espoleta y lo siguiente será, dirigiéndose a los suyos: “¡Abran fuego!”.
Está por ver la reacción de Feijóo, tentado a jugar de policía bueno y dejar a la baronesa el rol de policía mala. El riesgo es que no se midan las respectivas jerarquías y Ayuso se anime más de la cuenta.
Es verdad que Sánchez no tiene más remedio que encarnar la doble cara de Jano, porque le falta una Ayuso en el partido y Patxi López no le vale para esa función porque pecaría de machista por activa o por pasiva. Si Montero es capaz de llevar las cuentas, las bridas del partido y el contraataque a la presidenta de Madrid, carácter le sobra, pero no existe una superwoman a tal extremo y lo siguiente es el hospital.
Para esta guerra hay que poner los pies sobre la tierra. Bien visto, si se repasa el pandemónium de los grandes países de Europa, con dos de las principales potencias descabezadas. Johnson y Draghi, caídos por fuego amigo, como otrora Sanchez. Alemania sin líder tras la marcha de Merkel y con el gas al cuello. Y Francia humillada haciendo el rendibú a Mohamed bin Salmán, el ‘carnicero’ de Kashoggi.
Nuestro país es el que sale mejor parado. Los principales lideres todavía se saludan, la economía no ha hecho crack, sacamos pecho turísticamente y reducimos las discusiones a asuntos domésticos. El apagado de los escaparates, como leitmotiv de la actual agarrada, ilustra bien esta calma tensa.
El oasis lanzaroteño, donde José Saramago escribió en los años noventa Ensayo sobre la ceguera por el que ganó el premio Nobel, invita a distanciarse de los problemas.
César Manrique, que diseñó una isla paradigmática frente al caos del planeta, dejó inacabado un proyecto de monumento a la paz, con dos misiles de los enemigos de la guerra fria, un scud soviético y un lance norteamericano. Los proyectiles, debidamente desactivados, llegaron a la isla, pero el artista murió. Ahora permanecen olvidados en un almacén de Teguise, cerca de La Mareta, donde duerme cada noche el presidente.
El momento no puede ser más idóneo para desempolvar la idea, cuando soplan misiles sobre el cielo de Ucrania y de Taiwán y algunos dirigentes parecen gobernar con la pistola cargada, como dice António Guterres, recordando Hiroshima 77 años después.