He visto a Pavel Nedved bailando con unas señoras sin camiseta y me ha sorprendido que en la prensa deportiva titularan como escándalo lo que en la prensa internacional ya nos habían enseñado a respetar como el derecho de las mujeres, o al menos de las jóvenes, a un poco de fiesta.
Me temo que nadie bailará por Nedved y por sus amigas como bailaron por Sanna Marin y las suyas, creyendo que sus tiktoks desafiaban a alguien, creyéndose valientes afganas por un ratito. Por aquel entonces llegaron antes los bailes en su defensa que los supuestos e insoportables ataques que estaba sufriendo. Cuando salieron las fotos de sus amigas besándose sin camiseta en lo que parecía ser la residencia oficial ya estaba todo bailado y no cabía ya ni la sospecha de que un discurso como el de Tokisha y unas fiestas que ni las de Johnson pudiesen tener nada de problemático.
Preferimos bailar en defensa de lo obvio y desafiando a nadie porque somos una civilización en retirada. Y no sólo en el frente ruso.
También en la ley feminista del día y en su defensa de la educación sexual, que se supone que ahora no existe o que existe, pero a la que hay que proteger del porno y de los colegas, que se ve que nos dicen cosas que no son.
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Y es curioso, porque la educación sexual que se necesita es precisamente la que no puede competir con el porno y que tampoco está amenazada por él. La educación sexual que se necesita es la que puede darse y que al menos a mí me dieron en la clase de biología, sustituta seria del cuento de las abejas, y de la que uno sale con unas bases teóricas sobre las partes del cuerpo y sus usos y sobre los peligros de embarazos no deseados y enfermedades indeseables.
Y el porno ni explica ni desmiente nada de eso. Del mismo modo que las películas de Disney no desmienten las miserias del amor ni los momentos que nunca salen en las canciones.
Me parecía incomprensible la convicción de que el porno es competencia de la clase de biología hasta que vi el otro día a una de estas educadoras sexuales que se supone que pasan por los colegios cargadas de plátanos y preservativos explicando que quizás sí que algunos ejercicios de los que se proponen eran contraproducentes porque incomodan a los alumnos. Que los ejercicios en los que se les pide implicación en cosas como simular relaciones sexuales como en las bodas cutres generan, porque la naturaleza es más sabia que nuestros pedagogos, el lógico rechazo entre los adolescentes.
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Es en ese terreno, el de la práctica, el de la gimnasia sexual, en el que el porno es competencia y, diría yo, preferible. El terreno en el que el porno no sustituye a la clase de biología sino a las más clásicas lecciones prácticas que, en épocas y sociedades pretéritas, ofrecían a los adolescentes la pederastia o la prostitución.
Es en ese terreno, en el que los adultos se proponen enseñar como colegas lo que sólo podrían enseñar como amantes, donde se ven tanto las faltas como los excesos de una educación sexual. Por esa manía de proteger a los jóvenes frente a las incomodidades de lo desconocido, que pretende enseñarles lo que no debería para que no salgan al mundo con tantos miedos y tantas dudas.
Un argumento, por cierto, muy recurrente en esa pornografía que tanto temen. Y que, en nombre de un paternalismo obsceno, que precisamente porque juega con los límites del tabú e incluso de la legalidad, nos recuerda, a nosotros y a nuestras primerísimas ministras, que hay cosas que es mejor tener que aprender solitos. Y que hay cosas que es mejor no enseñar.