Leo en prensa una noticia que no hace tantos años hubiera resultado, cuando menos, chocante. Un maltratador se habría librado de ser denunciado por violencia machista al cambiarse de "género".
Es decir, cuando la mujer maltratada fue a poner dicha denuncia, la policía advirtió que el sujeto no era ya un hombre, sino una mujer, y la ley no contempla violencia femenina. El agresor constaba como hembra en el Registro Civil, un trámite burocrático sencillo y bastante rápido.
El caso puede ser sólo el primero de muchos que, previsiblemente, se producirán al amparo de la ley trans que se aprobará en breve. Ocurrencia woke, la moda caprichosa de poder ir contra la biología tendrá consecuencias dantescas, especialmente para la mujer.
Siendo tendencia mundial, la cuestión sexual (lo llaman "género", como si fuéramos pronombres o sustantivos) tiene en España tintes vanguardistas. Es lo que ocurre cuando se coloca de legisladora a una señora tan ignara como atrevida y que, horror, posee un sentido grave de misión. Su gran obra política, además de haberse juntado con Pablo Iglesias, será esa nueva ley, lista para ser aprobada sin mayor debate, porque eso de debatir a la nueva izquierda le da mucha pereza.
Además, Pedro Sánchez gusta de consentir los disparates de Unidas Podemos, una manera de tenerlos contentos y asegurarse su apoyo.
Sin embargo, el ingenio podemita, tan desmadrado, pretende con su última norma ponerlo todo patas arriba. Legislará para una minoría y perjudicará a la mayoría. En especial a las mujeres. No en vano, se han alzado ya voces desde el feminismo crítico que advierten la insensatez del Ministerio montaraz.
La locura sexual y la histeria climática están arrastrando al declive a Occidente (asentado en la institución de la familia que ahora quiere destruirse) y empieza a producir episodios delirantes. Los hemos visto ya en el deporte femenino con la admisión de hombres declarados mujeres. Y contra los que las féminas tienen pocas posibilidades de competir, no digamos ganar.
Pero Irene Montero sigue, viento en popa, su particular cruzada. La futura ley trans establece el derecho a la libre determinación de la identidad de género y su despatologización (sic). "El Estado reconoce a las personas trans su derecho a ser quienes son, sin que medien testigos, sin que medie la obligación de hormonación durante dos años y sin ningún informe médico que tenga que decir que son personas enfermas".
Cita por supuesto a los niños, a quienes el feminismo perturbado tiene como objetivo. Ya saben, los infantes manipulados de hoy serán mañana la guardia pretoriana del mundo nuevo, del paraíso woke, según las fantasías podemitas. Si bien uno se los imagina desorientados e infelices.
A partir de los dieciséis años se reconocerá el cambio de sexo, de identidad sexual. También para quienes han cumplido doce añitos, aunque necesitarán autorización paterna o materna. Eso sí, podrán cambiar su nombre en el DNI, yupi.
El programa de ingeniería social, difundido en muchas escuelas, anuncia problemas infantiles y adolescentes antes desconocidos. Un identitarismo lunático, machacón, ajeno a la realidad y a cualquier sentido común.
Comenzó la cosa con la sublimación de lo sexual, cuando a la sociedad le importaba más bien poco lo que hiciera cada cual con sus genitales, una cuestión privada. Los homosexuales empezaron a sentirse orgullosos de serlo y lo publicitaron hasta crear una gran industria.
¿Orgullosos? Es tan ridículo como oír a un heterosexual presumir de serlo. Hoy, el estado de opinión totalitaria no permite cuestionar a los obsesionados con materias de entrepierna o con cualquier otro tema delicado.
Decía recientemente Woody Allen que "pronto nos reiremos de todo esto y haremos chistes incorrectos sobre la corrección política". El pronóstico del genio cineasta anima un poco. Pero esta aberrante ley no debería prosperar. Las mujeres y los niños, primero.