Descansan en Liz Truss la izquierda y el europeísmo, convencidos los unos de que el culpable de los males de la premier caída es de las bajadas de impuestos y convencidos los otros de que es del brexit. Convencidos, en fin, de que los mercados, los británicos y la mismísima realidad al completo no tendrán piedad ninguna de sus adversarios ideológicos: populistas, nacionalistas y, en general, enemigos de la democracia liberal.
Y recitan al unísono que esto en Europa no pasaría. Y tienen razón.
Pero cuando dicen que en Europa esto no pasaría están diciendo que aquí los premier no caen tan fácil ni por menudencias tales como un desajuste presupuestario. Que aquí, simplemente, los gobiernos, y bien que lo sabemos, pueden endeudarse y podrían, si quisieran y les conviniese, endeudarse más todavía sin recortar el gasto porque aquí ya intervendría, antes o después el BCE o esa entelequia llamada Europa para decidir si es mejor que nos suba el pan, la hipoteca o las dos cosas a la vez.
Lo que están diciendo, orgullosísimos de nuestra estabilidad, es que aquí los premier tienen mucho más margen para la irresponsabilidad. Y que cuando no lo tienen es porque no le conviene a "Europa". Es decir, a otros países o a otros dirigentes, no porque no convenga a sus bien llamados súbditos.
Como si no fuese ese, precisamente, el mejor argumento en favor del brexit.
Lo que de verdad no pasa en Europa es el correctivo, y en esta vida imperfecta que llevamos seres tan imperfectos como nosotros los europeos de bien, la falta de correctivos sólo presagia crisis más duras, más largas y más duraderas. En una palabra, peores.
[Liz Truss se despide defendiendo su plan y con un recado a Sunak: "Hay que bajar impuestos"]
Lo sabemos bien en España, además, donde todavía no hemos salido de la crisis del 2008 y ya estamos metidos hasta la cintura en otra que algunos presagian incluso peor.
En Truss y en su fracaso descansan todas nuestras superioridades, nuestros principios y también un poquito, por qué no decirlo, nuestros miedos y complejos. El brexit es, efectivamente, necesariamente, la mayor amenaza que ha sufrido la Unión Europea. Porque podría funcionar. A pesar de las copichuelas de Boris y las frivolidades de Truss y los trajes de 5.000 euros de Rishi Sunak (ese charnego agradecido que debería horrorizar a los xenófobos brexiters y que, sin embargo…).
Podría funcionar. Y si funcionase, nuestras crisis, nuestras inflaciones, nuestras inseguridades, miedos, extremismos y debilidades… serían culpa nuestra. Y no de Putin o del destino o de los enemigos de la democracia liberal, sino nuestra. De los buenos. De los jardineros kantianos como Borrell.
También nosotros tenemos un peligroso ejemplo democrático a las puertas. Y quizá por eso hay que llamar ahora tiranía de los mercados al correctivo, libérrimo, de quienes no quisieron regalarle su dinero a un gobierno irresponsable.
Y democracia orgánica a una democracia parlamentaria donde, ¡oh gensanta!, son los parlamentarios quienes eligen al primer ministro y donde, además, lo hacen, ¡sancrispín!, teniendo muy en cuenta lo que interesa, conviene y preocupa a sus electores.
No porque los parlamentarios británicos sean mejores personas que los nuestros, supongo. Sino porque ellos tendrán que responder ante sus votantes y no, como sucede en nuestras democracias continentales, mucho más estables y asentadas, donde sólo tienen que responder ante su jefe y, si se tercia y les apetece, ante su conciencia.
En Reino Unido han sido los brexiters y los mercados, la nación y el comercio, quienes, como en los viejos tiempos, han depuesto pacíficamente al mal gobernante. Y hasta hace poco, esto era bueno. Muy bueno, incluso.
Al correctivo de los mercados se le solía llamar libre comercio; al de los diputados, parlamentarismo; y al de los ciudadanos, democracia. Y a todo eso junto, y hasta hace muy poco, se le llamaba democracia liberal. Y bien estaba. Y se murió.
En Truss descanse.