Todo comienza en Nueva York.
Me reúno con Masih Alinejad, el alma de la revuelta de Irán.
Me parece valiente.
Magnífica.
Tengo entendido que esta experiodista, que ha sido capaz de defender la causa de su pueblo tanto delante de Tony Blinken como de Mike Pompeo, tanto de Hillary Clinton como en el programa de televisión de Bill Maher, es un animal político excepcional, testaruda, con una melena de leona, y con un temperamento de acero que se esconde tras la ligereza baudelairiana de sus rizos "acaracolados hasta el cuello".
Me gusta el desparpajo con el que recuerda los intentos de asesinato de los que ha sido víctima en suelo estadounidense. Me causa admiración que, cuando llega el momento de despedirnos, esta activista, que no teme a nada ni a nadie, me confiese que la próxima vez quiere una foto a tres bandas con mi amigo Salman Rushdie, que es el hombre al que los señores con barba y turbante quieren abatir.
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Observo la madurez política con la que explica que los mechones de sus furiosas hermanas serán, si las apoyamos frente a la represión y las armas de los basij, como las mechas de una bomba moral capaz de hacer estallar los chadores de la vergüenza, los velos de la humillación y la losa represora del régimen.
Y, al hablarme de Francia (que considera, como tantos otros disidentes en el mundo, la otra patria de la democracia) y expresar su respeto por Emmanuel Macron, en quien ve al líder, junto con Joe Biden, del mundo libre, enseguida intento establecer contacto con él. Redescubro ese viejo reflejo mío que me ha hecho, tantas otras veces, hacer lo posible por sentar a la mesa del presidente de todos los franceses, y por tanto el mío, a los asediados de Sarajevo, a los comandantes del Panshir, a los rebeldes libios, a los combatientes kurdos o ucranianos.
De ese modo, consigo que Macron la reciba.
Llega entonces el momento de contactar con mi compañero Tom Kaplan, presidente de Justice for Kurds, la ONG que creamos hace cuatro años en Nueva York. El momento de que la directora de la organización, Emily Hamilton, ponga en marcha todas las cuestiones logísticas (viaje, estancia, seguridad) necesarias para una mujer cuya belleza es blanco de los disparos de sus compatriotas asesinos.
Y aquí la tenemos ahora, en medio de la vorágine histórica que ha desatado el señor Putin, perpetuada por su valedor Jamenei, aterrizando en París.
¿Y qué ocurre entonces?
La reunión tiene lugar cara a cara.
Luego, a puerta cerrada, sin mí ni nadie más, con Ladan Boroumand, Shima Babaie y Roya Pirayi, las demás mujeres de la delegación que ha compuesto la propia Masih.
Pero Masih ataca, sin vacilaciones, por el apretón de manos, al margen de la Asamblea General de las Naciones Unidas, con Raisi, el presidente iraní.
Emmanuel Macron la escucha, encaja la crítica y explica que, ante una revuelta de esta naturaleza y la represión que se ha desatado sobre ella, el jefe de un Estado democrático no puede dejar de valerse del arma que también es la diplomacia.
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Ella le responde al presidente, como el duque de La Rochefoucauld-Liancourt al rey de Francia: "No es una revuelta, señor, es una revolución". Masih, personaje chispeante, sin apartar la mirada de sus ojos, le reitera a Macron que Francia es un ejemplo, desde hace dos siglos y medio, de las revoluciones de la libertad, y, para sorpresa de la activista, el presidente Macron le contesta como lo haría en el comunicado de prensa que se publicó tras el encuentro, y luego en la entrevista concedida a Léa Salamé y Nicolas Demorand para la radio France Inter: Francia apoya la revolución en Irán.
Sí, dice "la revolución". Es el primer jefe de Estado del mundo que pronuncia la palabra revolución, una palabra que lo cambia todo y lo condena a las Gemonías de los mulás.
Ya conocemos la teoría de Kantorowicz sobre los dos cuerpos del rey.
Bien, pues aquí tenemos un buen ejemplo del hecho de que el rey también tiene dos corazones.
Un corazón de piedra que late en el pecho del "monstruo frío", bajo las molduras de palacio. El que, anquilosado por una mezcla de etiqueta y estrategia, se mueve al ritmo de los relojes, de la necesidad y de las relaciones de poder.
Y luego el otro, que, en contraste con ese corazón abstracto y, en el fondo, inmortal, el del hombre mortal y singular. Su corazón que vive y vibra, su corazón de hermano humano enloquecido por el sufrimiento y la esperanza de las cuatro mujeres que están ante él.
Esos momentos, en los que asoma el hombre que hay bajo el príncipe, en los que él se libera de la rigidez de su majestad y de su coraza, en los que, ante la conmoción de un encuentro y de un rostro, su corazón sensible triunfa sobre su corazón de hierro, son de los más bellos del arte político.
Y son esos instantes los que merecen el esfuerzo que se requiere, que siempre se necesita, para llamar a la puerta de la historia: son los que, en contra de las peroratas de los agoreros, hacen que siempre sea correcto no quedarse quieto y sin decidir nada, nunca, con respecto al orden de las cosas.
Larga vida a las mujeres iraníes y vigor a sus melenas de leonas.
Mi homenaje al gesto del presidente Macron, que no sacaba nada de embarcarse en esta aventura; de romper con un régimen que avergüenza al genio persa, y, que por una vuelta del péndulo del destino, permite pasar una aciaga página de la historia, abierta desde hace casi medio siglo, cuando Francia, en Neauphle-le-Château, sirvió de base de retaguardia para un tal Jomeini.
Así se hace la política de la reparación. La política del honor.