Buena parte de los ciudadanos del mundo se prepara para sentarse ante las pantallas más cercanas y apoyar a la selección de su país en la Copa Mundial de Catar. Una cita tan poderosa que congregará la atención de cientos millones de ciudadanos a partir del este domingo 20 de noviembre. El Estado catarí se convertirá, por cuatro semanas, en el centro del planeta.
Es una lástima que un acontecimiento de semejante magnitud, que podría ser exclusivamente festivo y también feliz, se vea ensombrecido por una polémica en cierto modo asfixiante. Una que genera un halo de desagrado y sofoco a su alrededor.
Las televisiones que muestren a Messi, Mbappé o De Bruyne estarán dibujando una realidad alternativa a la de un lugar donde rige la sharia, el código islámico que determina qué se puede y qué no se puede hacer en todos los ámbitos.
Mostrará un Estado que ha sido capaz de construir unas infraestructuras extraordinarias (con un coste humano tremendo) y, probablemente, se verá una organización plena y eficaz de este gran evento deportivo internacional.
Sin embargo, los derechos de los individuos, tal y como los conocemos en Occidente, no se respetan en el lugar que la FIFA escogió en 2010 para disputar este colosal acontecimiento. Y eso es, sin duda, mucho más trascendente que la calidad de los hoteles o el esplendor arquitectónico de los estadios del país organizador.
Tanto Amnistía Internacional como el Comité de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, entre otros organismos, han mostrado, como mínimo, su escepticismo ante la manera en la que Doha vigila y conduce la vida de los ciudadanos que viven en ese país, en donde cerca del 80% es extranjero, el segundo porcentaje más alto del mundo.
Este territorio soberano, uno de los más pequeños del mundo con apenas 11.400 kilómetros cuadrados, se encuentra ante una gran oportunidad para reclamar respeto ante la comunidad internacional. Pero la ocasión le permitirá blanquear su limitada observancia de todo aquello que constituye el pilar básico sobre el que se asienta la civilización occidental: la libertad de las personas.
Además, las durísimas condiciones laborales en las que trabajan los inmigrantes supone un gran problema para el Gobierno catarí. El diario británico The Guardian estima que, debido a las condiciones del todo desfavorables a las que han tenido que enfrentarse, han muerto 6.500 personas en la construcción de las instalaciones para acoger este Mundial.
En el terreno de las libertades individuales, el país asiático considera ilegal la homosexualidad, practica terapias de conversión con los condenados por ese delito (que lo es en Catar) y pena esta orientación sexual con hasta diez años de cárcel.
Si los condenados son musulmanes, adicionalmente pueden ser condenados a flagelación (en el caso de solteros) o, si están casados, su comportamiento "inmoral" puede llevarlos a la pena de muerte. También hay condenas de hasta tres años para aquellos que inciten a otro hombre a cometer actos de "sodomía o inmoralidad".
Además, la situación de la mujer en el país resulta denigrante. Las cataríes están ligadas a un hombre de referencia (un hermano o su padre, si están solteras; su marido, si están casadas) y necesitan la aprobación de ellos para numerosas decisiones vitales.
Deben obedecer a su marido, y no pueden negarse a tener relaciones sexuales con él sin una razón "legítima". Los hombres tienen derecho unilateral al divorcio. Las mujeres, sólo en algunos casos pueden solicitarlo a un tribunal. Su poder sobre sus hijos es inferior al de los hombres. Si se demuestra que una mujer ha tenido relaciones sexuales fuera del matrimonio, puede ser condenada a recibir un número determinado de latigazos.
Por todo esto, la FIFA nunca debió elegir a Catar para albergar esta competición. Por esto mismo, y otras circunstancias similares, algunos futbolistas han renunciado a jugar este campeonato. Toni Kroos, el mediocampista del Real Madrid, es quizá el más reconocido de ellos.
Pero no es el único que se ha manifestado en contra del país organizador. Su compañero Philip Lahm, capitán de la selección que ganó el campeonato en 2014, ha señalado que fue un error otorgar a Catar esta edición, la XXII, de la Copa del Mundo de fútbol.
Mientras estos días los gobernantes en Doha intentan trasladar una apariencia de tolerancia y normalidad, el mundo afina la mirada sobre el territorio catarí. Un Estado que recibirá una atención mediática extraordinaria durante un mes y que, desde luego, en absoluto se ajusta a toda su embarazosa realidad.